miércoles, 7 de marzo de 2012

Una cuestión de fe

Siempre había creído que dios regía mi destino. Y no, no necesité de una catástrofe o una perdida familiar para darme cuenta de que no era así. Mis propias decisiones me llevaron a donde estoy, bueno, un poco de eso y un poco de azar, que no es lo mismo que una intervención divina.
De chico me hicieron hacer la primera comunión en el pueblo. Como ovejas, como siempre pasa cada vez que veo, estaba yo parado en medio de una fila larga de gente vestida de blanco, agarrando una velita en la mano y esperando mi turno para probar el cuerpo de Cristo con un único pensamiento importante en la cabeza: a que sabrá?.
Luego, antes de casarme, el padrecito nos hizo hacer la confirmación luego de obligarnos a ir a varias clases de catecismo, pero con mi mujer, bueno, la que iba a ser mi mujer, íbamos tranquilos porque era excusa para vernos y para acompañarla luego a su casa.
Cuando le empecé a pedir a dios que me ayudara a que mi esposa no se diera cuenta de que le metía los cuernos me di cuenta de que algo no estaba muy en orden con eso de pedirle cosas a dios. Luego, una tarde la escuché a ella pidiéndole que yo le fuera fiel y que me volviera a hacer buena persona; entonces decidí hacer el papel de dios y complacerla. Pero yo decidí dejar de tomar y de ser cholero, no fue dios.
Y es que a veces nos gusta creer que alguien nos maneja para liberarnos de la responsabilidad de nuestra vida ¿no le parece?. Nos gusta creer que nada de lo que hagamos cambiará algo. El ratón le echa la culpa al gato y el gato al perro cuando en realidad todos somos pulgas nomás. Como en la democracia ¿no?, elegimos a alguien para tener a quien culpar de lo que entre todos nos somos capaces de hacer.
Cuando el agua contaminada del río terminó por matar a mi mujer no lo culpé a dios sino a los del ingenio minero, y como ellos decían que tampoco tenían la culpa y que la culpa la tenía la empresa y sabía que la empresa le iba a echar la culpa a alguien de más arriba, decidí hacer algo por mi cuenta y les metí tanta dinamita como pude en el centro de operaciones.
Ellos tenían la culpa, podían dejar de trabajar si sabían que estaban haciendo tanto daño. Uno no puede andar como oveja haciendo caso sin preguntar o ponerse en contra cuando se sabe que algo está mal. Pero todos preferimos crear dioses intocables para librarnos de nuestra responsabilidad de hacer algo. “No hay nada que podamos hacer”, decimos, y culpamos a alguien grande, al que nosotros mismos hacemos grande para tener una excusa para no hacer nada.
Mis propias decisiones me han traído a donde estoy, con la explosión del centro minero se ha muerto harta gente que sabía lo que estaba haciendo y no hizo nada para arreglar las cosas. De pura suerte se han enterado que fui yo el dinamitero pero al menos, luego de eso, han dejado de ensuciar el agua.

Alejandro González Romero

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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia