“Tómese un buen vino compadre. Cómase un
asado que hemos venido todos con la huata vacía y se va a acabar lo bueno.”
Eso decía don
Fulgencio Sepúlveda a todos los que llegaban a la estancia que, desde bien
temprano en la mañana, se llenaba de visitantes, algunos de ellos gringos y
gringas en bermudas, otros, japoneses con sus cámaras que tomaban fotografías a
todo, como por obligación.
Como don
Fulgencio, muchos hombres ya entrados en años, de ponchos a rayas y sombreros,
con sus rostros bronceados y sonrisas desdentadas iban y venían afanosos en
medio de las nubes de polvo que solamente se delataban al mirarse a contraluz.
Armaban con sus afanes el festejo del 18 de septiembre.
El humo de las
parrillas velaba por momentos al sol, las guitarreadas y los cantos apagaban
las risas despreocupadas. Las corridas de los potros justificaban las espuelas,
y el vino respaldaba a la alegría que, luego de medio día, hacía que las
carcajadas sean más fuertes y los coros más desaforados.
Las parrillas se
vaciaron con la tarde, solo el vino había quedado como anfitrión.
En medio de
aquel festejo telúrico, que los extranjeros seguían mirando como un lejano
exotismo latinoamericano, aparecía don Fulgencio, borrachito como todos,
impecable es su poncho, revoleando su pañuelo, rebosante de su patriotismo bien
chileno.
Ocultaba su
sombrero sus ojos oscuros que esa tarde brillaban por el alcohol. Eran los
mismos ojos que hacía casi dos años, lloraron impotentes y furiosos la
impertinencia del mar que llegó hasta la plaza de su pueblo y se llevó sin
avisar todo cuanto encontró; todo, incluido a su hijo Mario, a quien todavía
añora en silencio y con mucho disimulo, simplemente porque las penas no saben
bailar.
(G_Ale 21-03-12)
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