Claro, esos cabrones te están apuntando a
la cabeza desde hace rato y vos, tan fría como eres, pareces no enterarte, pero
bien que lo sabes y por eso mides tus movimientos sin olvidarte de sonreír.
Lavas tu ropa, la refriegas, la escurres y
la cuelgas de la cuerda, todo mientras tarareas algo bien tuyo y bien para vos.
Ni de reojo miras a los árboles, pero sabes que entre las hojas sobresalen los
cañones que quieren escupirte sus pedazos de muerte.
Tus ojos se concentran en la espuma que
hace tu jabón, en un momento levantas la cabeza con los ojos cerrados para
quitarte el mechón de pelo que te cae en la cara.
Cuando llegaron las patrullas vos ya
sabías cómo ibas a actuar: sin gritar, sin temblar y sobretodo, sin perder de
vista a tus cuatro hijitos chiquitos que, de aquí a diez años, quién sabe y que
la virgen los libre, le estarán apuntando sus cañones a la señora de turno que
lave sus ropas.
Las patrullas se detienen, los policías
que se bajan son grandotes, te rodean, te preguntan, toman sus
radiotransmisores y gritan sus códigos a otros policías que andarán en sus
propias pesquisas en otros rincones de la favela. Te intimidan sus tamaños, sus
armas bien lustradas y toda su parafernalia policiaca que zangolotea a
centímetros de tus sábanas recién lavadas.
Pero no se llevan nada que les sirva
porque vos, con tu mejor sonrisa, les dices que nada ha pasado, que tus
penurias de hoy no son peores que las de ayer y con eso te basta para sonreír. Te
advierten que los narcos son peligrosos, que no sirve protegerlos, que si sabes
algo no lo ocultes. Vos, de nuevo con tu sonrisa impagable les dices que sí.
Levantando un polvo que ensucia tus
sábanas las patrullas se van. Juntas a tus hijitos y te los llevas
adentro.
Sigues sin mirar a los árboles pero sabes
que lo cañones ya no te apuntan porque, por ahora, has pagado con tu silencio
el tributo que los dueños de la favela te cobran para que puedas seguir lavando
tus ropas, con tus pómulos quemándose al sol.
(G_Ale 7/03/12)
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