Al mirarse al espejo, su reflejo le recordó que sería su último espectáculo.
Los años de gloria habían pasado, su rostro era un mapa de recuerdos, esa mueca que antes era una sonrisa pícara, aun intentaba dibujarse pero ya sin la misma viveza de hace una década.
Terminó de afeitarse, se lavó los dientes y se secó con la toalla que le dejó ese horrible aroma a humedad podrida por el calor. El aftershave y la crema con óxido de zinc cubrirían ese rastro pestilente.
En el armario de los vestuarios, le esperaban todos los trajes que habían sobrevivido a más de treinta años de presentaciones. Salió del baño y fue directo al ropero enorme de la habitación, no había mucho por decidir; sacó uno de los percheros y sin apuro comenzó a vestirse y una duda le saltó a la mente después de ponerse el enterizo blanco de lycra: ¿conservaba aun las zapatillas?
Dejando de lado el resto del atuendo, fue a revisar el cajón de los zapatos y encontró el par. Regresó a la cama y continuó vistiéndose.
El ruido de llaves en la puerta le anunció la llegada de alguien, se paró de golpe y fue a recibirlo.
No digas nada – le dijo – debo explicarte algunas cosas. Su hijo lo miró sorprendido pero no alarmado. Se quitó los zapatos en la puerta, como siempre había que hacer cuando se visitaba a papá, y se fue a sentar sobre la cama. Los años de gloria habían pasado, el padre lo sabía pero el hijo no y así el padre comenzó el relato:
- Hijo, cuando tu naciste murió tu madre, y me hice cargo de ti cuanto pude, pero cuando te tocaba ir al colegio ya no podías viajar conmigo; y tu abuela, la madre de tu madre, se avergonzaba del trabajo que yo hacía y me dijo que se haría cargo de ti sólo si ocultaba mi profesión – Don Nicanor – me dijo – si quiere que le ayude con la criatura, no me avergüence frente a la gente del colegio dando a conocer a que se dedica – así me dijo. Pero bueno, el caso es que hasta que te hiciste mayor, tu abuela te llenó la cabeza con todo ese resentimiento y cuando quise contarte, me di cuenta que no lo tomarías bien así que me seguí quedando callado nomás.
El joven escuchaba el relato en silencio y su padre continuó:
- Con tu madre nos conocimos en el circo de los Hermanos Gardeazabal: el Gran Circo Libertador y nos enamoramos. Viajamos por muchos lugares y hoy, después de tantos años con ellos, venderán todo al terminar la última función.
- Tu papá es un payaso – confesó casi llorando el hombre mientras el hijo lo miraba fijamente esbozando una pícara sonrisa – tu papá es un payaso, pero no se avergüenza, es más, se enorgullece. Fui uno de los mejores del país, me invitaron a festivales en otros lugares del mundo, regalé tantas alegrías… – decía mientras el hijo comenzaba a llorar muy despacio.
El hombre se detuvo y vio a su hijo con lágrimas en los ojos pero dibujando esa misma mueca suya que no había visto en el espejo desde hace más de una década y se quedó perplejo cuando el joven le dijo – ya lo sabía papá, lo supe desde niño y siempre estuve orgulloso.
Alejandro González Romero
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