sábado, 23 de enero de 2021

Caminata Invisible (Yo quiero ver un tren)

 

Dicen que esta ciudad no duerme
Porque el sueño la hace lenta
- “Caminata” - Almendra -


El ferrocarril Mitre disminuye su marcha y momentáneamente se detiene en la estación Belgrano C. Bajo al andén y de inmediato choca en mi rostro el calor de la tarde porteña que contrasta al extremo con el aire acondicionado reinante en el vagón que acabo de abandonar y que ya parte para continuar su viaje. La estación está por encima del nivel de la calle, de modo que para salir de ella es necesario bajar escaleras mecánicas y pasar luego los molinetes. Mientras los atravieso y gano la calle, con mi talante de ciudad pequeña maravillado, pienso que podría acostumbrarme y tomarle cariño a un sistema de transporte público puntual, aceptablemente limpio y fluido, opuesto en las antípodas a los micros precarios de mi día a día.

En la acera de Juramento y Arribeños es imposible dejar de ver el gran pórtico decorado que marca, simbólica y fácticamente, la entrada al Barrio Chino de Buenos Aires. Los comercios cercanos, chinos y chinescos casi con furia, muestran una inimaginable variedad de productos orientales que van desde el básico gato de la fortuna que saluda infinitamente con una pata y que viene en todos los tamaños (del que después supe que era japonés y no chino), nunchakus, cervezas gigantes, hasta hojuelas hechas a base de langostinos (“...freír los crackers hasta que floten”). 

Varios restaurantes con letreros de inentendibles ideogramas chinos ostentan gastronomía exótica; no tan exótica, sin embargo, como aquella del mercado de Wuhan en donde ya ha brotado el virus que dentro de un par de meses paralizará el mundo.

Pero pronto termina la fiebre oriental. Pasadas apenas tres cuadras de la calle Arribeños todo el delirio chino se desvanece y se muestra el barrio de Belgrano en toda su cotidianeidad. Calles rectas, iguales, de casas ya añejas, aunque no tanto como las de San Telmo o del bullicioso Microcentro bonaerense.

A pie por Arribeños, recuerdo el motivo de esta pequeña excursión y aumenta mi ansiedad a cada cuadra. Es muy difícil explicar la emoción creciente sin caer en un fanatismo que se cree no poseer, tan complicado como expresar el porqué se tomó un tren en Retiro sólo para ver una casa, una puerta.

Llegando a la esquina de Congreso la señalética urbana señala “Arribeños 2800” y ya sé que “esa” es la cuadra. No hace falta mucho esfuerzo para encontrar el 2853 de la casa en la que se crió Luis Alberto Spinetta.

Julia y Luis Santiago (padres de Luis Alberto) se conocieron en el barrio, no mucho tiempo después de que los Spinetta se mudaran en masa a la casa de Arribeños 2853.

(Luis Santiago) era un hombre responsable, respetuoso y cumplidor (…) Pero también hay que contemplar su costado artístico y el tiempo de esplendor del tango, que era la música que tallaba fuerte en el corazón de los hermanos Spinetta. (Marchi, 2019)

La visita es breve. En realidad, no hay más plan que solo estar, mirar e irse. La fachada es blanca, tiene un zócalo de piedra y dos ventanales cerrados con cortina de metal, la puerta negra tiene vidriera en un costado. No se ven marcas de ninguna naturaleza, detalle que llama la atención, considerando la costumbre argenta, tal vez hija de la pasión futbolera, de sacralizar y crear altares en los sitios relacionados a grandes figuras o que hayan sido escenario de algún suceso importante. Y es que la “casa de Arribeños” tiene peso propio en la historia del rock de esta parte del continente, tanto así que en algún momento fue considerada una verdadera usina creativa.

Por Arribeños desfilarían casi todas las futuras leyendas del rock argentino, comenzando por los mismos Almendra. En Arribeños todos eran tratados como lo que verdaderamente eran: chicos a los que un plato de comida y una dosis de afecto fraternal les hacía falta. No se podía naufragar toda la vida. (Ibídem)

De pie frente a la casa, la miro y miro alrededor para imaginar otros tiempos. La cuadra tiene árboles, como casi todas las cuadras de la ciudad. Las casas no parecen ostentosas, pero sé que no estoy lejos de los barrios acomodados de Buenos Aires. Pienso en una calzada de tierra, en una barriada recién constituida, suburbana, amistosa. 

Aunque catastralmente vivían en Núñez, esa parte de la ciudad en donde aún viven los Spinetta era conocida como el Bajo Belgrano. Era otro país, otro mundo (...) La puerta de Arribeños y las de sus vecinos solían estar abiertas (...) “Belgrano no era un barrio fino, al contrario: bien pobre era en esa época -graficaba Luis Alberto- (...) Por lo menos en lo que a mí respecta, mi familia era muy humilde; se confunde que fuéramos de Belgrano como que hubiéramos sido de Barrio Norte y no sé por qué. (Ibídem)

Cuando ya me apresto a volver sobre mis pasos para tomar un autobús que me lleve de regreso a mi cuartel general, escucho que la puerta negra con vidriera se abre. Sale un muchacho joven y automáticamente intento adivinar el parentesco o el parecido que podría tener con Luis Alberto. Se sube a una moto estacionada en la acera y la enciende. La puerta permanece abierta. Intruso, pero también avergonzado por mi afán, intento mirar con disimulo el interior de la casa cuando sale alguien a quien sí reconozco y que tiene los inconfundibles rasgos faciales Spinetteanos: Carlos Gustavo, el hermano menor del Flaco y su compañero en algunas correrías, que además de tocar la batería en el legendario Artaud de Pescado Rabioso, diseñó la portada de Desatormentándonos y tocó en el histórico concierto Spinetta y las Bandas Eternas, no mucho antes de que la salud de Luis Alberto empiece a decaer.

Lo repentino de su aparición y mi empeño en no mostrar rasgo alguno de fanatismo (¿a quién quiero engañar?) me impiden acercarme a saludarlo y pedirle una foto. Además, parece apurado al subirse a la moto que encendió el muchacho joven y juntos desaparecen raudos en el tráfico.

A pie por Arribeños, pero esta vez en sentido contrario, intento explicar lo grandioso de la obra de Luis Alberto Spinetta, a pesar de “no ser tan popular” como otros músicos que aún le rinden pleitesía. Esa tarea ha ocupado a muchos entendidos y yo, que no lo soy, difícilmente podría aportar algo valioso al respecto.

El sol se ha escondido ya, y a bordo del autobús que me lleva hacia Recoleta, siento la satisfacción de quién cumplió alguna especie de hazaña, aunque en el estricto sentido de los hechos, no haya sido absolutamente nada más que una visita turística poco convencional.

Con el mismo afán de estar y mirar sitios de relevancia histórica para el viejo rock and roll que tanto me gusta, al día siguiente ceno en la pizzería La Americana (de precios diferenciados si uno come sentado o de pie) cuyo nombre original era La Perla de Once, en cuyo baño, alguna madrugada lisérgica de los años sesenta, Litto Nebbia y el impredecible Tanguito, compusieron La Balsa, marcando una especie de nacimiento para el llamado “Rock Nacional (argentino)”, irónicamente a sólo unas cuadras del escenario de un horrible suceso que en 2004 lo hirió profundamente: la tragedia de Cromañón.

***

Con la mochila en la espalda, a punto de abordar el avión que me devolverá a Bolivia, pienso en que la visita fue enriquecedora aunque sabe a incompleta. 

Hoy, ya meses después, sólo espero poder completar el cartón de mi itinerario, aunque para que eso suceda, será necesario esperar a que se pueda salir sin una mascarilla en el rostro y, más importante, sin miedo en las entrañas.

G_Ale. 2021


miércoles, 6 de marzo de 2019

Ella tiene mejores ojos


Le dije que me dejara porque ella tenía mejores ojos que yo. Era la pura verdad, ella los tenía grandes y bonitos (ambos), llenitos de color, brillaban en días de lluvia y sol, seguro que tenían una retina envidiable y jamás se le irritaban, tuve que hacerlo, decírselo así de claro, y no solo le resalté el tema este de los ojos, más allá de los ojos le dije que tenía unas hermosas pestañas, esas largas y curveadas, por supuesto que mis tiesas y ralas pestañas eran incomparables, de lejos las suyas eran mejores, incluso un inexperto en ojos podría notar la abismal diferencia, así que le repetí “ella tiene mejores ojos, seguro ven claro y enfocado, seguro se ven películas japonesas enteras sin llorar y por las mañanas deben verse aún mejor, quédate con ella”, así que él le escribió miles de canciones, poemas y sonetos a sus ojos, le compró regalos a sus ojos y agotó fortunas en ser visto por esos ojos, deben ser muy felices esos ojos.

Yo, mis ojos, mis pestañas y mis anteojos nos quedamos a un costado, viendo pasar la vida desenfocada, con manchas por momentos, nos quedamos con los ojos a veces rojos por el polvo y las alergias, frunciendo la mirada para afrontar resplandores enceguecedores, llorando periódicamente para lavar por dentro y fuera, sin embargo, nunca fue más fácil parpadear sin él.
Daniela Peterito Salas

desde aquí

El abogado nos preguntó si teníamos bienes en común
Los dos dijimos que no con nuestras cabezas  y después de dos segundos salió un no, un poco más para adentro que para afuera
pero
Vos quédate con el abrigo de nubes, yo no salgo a pasear, a vos te gusta caminar por las copas de los árboles, y también quédate con los guantes de hojas, por favor, para que puedas flotar en el espejo del lago y por si acaso ahí en el cajón de tu mesita de noche están los aretes de sol para que puedas abrir las flores que encuentres en el camino
¿Dónde tengo que firmar?
Dibujo: Pacho González
Desde hace unos días que estoy con esta mala manía de amanecer en tus sueños y no saber qué decir
desde aquí sólo veo nuestras manos tapando el brillo del sol, hay que resignar nomás, no vamos lo vamos a poder hacer, yo creo que porque el brillo nacía más cerca de nosotros que del sol
ah, también quédate con las cases, o mejor escógete a las mejores, quédate con la case de los ajíes de fideo, claro, y si te animas y le preguntas cómo hace para que sus trenzas siempre brillen, me vas a avisar
Todo tenemos que pagar entre dos, desde el inicio hasta aquí
Desde aquí sólo veo unas gradas que no dejan de caer
Macetita sin regar
Un par de medias impar
Dejo desportillada tu taza preferida
Hay que comer ese durazno al jugo ya debe estar por expirar

Me he separado tantas veces de vos y yo sé que nunca nos vamos a separar.

                                                                                                 Darío Torres

Cría cuervos



Primero fue sólo una, una loca que salió volando de entre mis libros cuando buscaba uno en particular. En ese momento la dejé vivir… por qué no lo sé, simplemente su aleteo silencioso no me molestó; cogí el libro y seguí con mis cosas, con mi vida. Quién podía imaginar el alcance o posibles dimensiones futuras de esa pequeña criatura de vuelo torpe e ingenuo.
No sé bien cuánto tiempo pasó desde aquella oportunidad, un par de años tal vez. Pero la rutina no cambiaba demasiado: llegaba de noche a mi cuarto, encendía la luz y mientras me desligaba de las cosas que cargaba ella aparecía revoloteando desde una de las esquinas de la habitación como saludándome. Poco a poco esa alada bienvenida llegó a agradarme, pues al margen de ella, en casa sólo me esperaban los muebles viejos, empolvados y mis libros; buenos sí, aunque no saben dar abrazos.
Dejaba las cosas donde caían, preparaba café y ponía algo de música, mientras, ella parecía acompañar cada una de estas acciones hasta que me acostaba; entonces se posaba en una de las hojas de la cortina.
No era necesario que me hable, su presencia me hacía bien, siendo tan pequeña llenaba vacíos muy grandes. En la mañana no había rastro de ella, así que casi siempre la olvidaba hasta la noche siguiente.
Recuerdo una vez que llovía como si fuera el fin del mundo, llegué empapado y tiritando de frío. Encendí la estufa y mientras me quitaba las ropas pude distinguirla en lo alto de la cortina pero no estaba sola o al menos no lo parecía. Ya en la cama, tratando de calentarme la pude ver con mayor claridad: yacía ahí apareándose con otro de su misma especie. Primero me reí, pero después sentí una mezcla rara de sentimientos, entre envidia y alegría, creo que algo así. Así me pagan… en fin, apagué la luz.
Josefina y Ernesto. Sí, les iban bien, eran nombres adecuados para dos amantes. Y claro, Josefina y Ernesto no se aparearon sólo esa noche, qué va, fueron muchas y como es natural, con el paso del tiempo la prole no se dejó esperar. Con tantas mascotas en casa fue necesario ordenar la familia: Susana, Pablo, Karen, Sergio, Antonia, Nataniel, Abraham, Catalina, Santiago y Julietita… ay Julietita, mi preferida… hasta que la muy puta se metió con Abraham y todo se jodió.
Con una familia en franco crecimiento la comida se fue convirtiendo en un problema. Al principio –durante la primera generación–, puse a disposición de mis mascotas montones de ropa usada que durante mucho tiempo reuní para regalarla en alguna campaña de caridad. Pero a pesar de que era bastante, como dicen, nada dura para siempre y por eso tuve que empezar a recolectar ropa vieja de los vecinos.
Sí, es verdad que no todos me miraban bien cuando pasaba por sus casas pidiendo ropa para mis mascotas, creo que no podían entender lo que pasaba entre mis cuatro paredes.
Luego corrió el rumor de que estaba loco, pero eso al menos para mí, no tenía la menor importancia. Los mandé al diablo y empecé a buscar alimento en otros barrios y al principio tuve éxito, pero después la gente empezó a desconfiar pues siempre me veían vestido con la misma ropa, cada vez más vieja y de la que me regalaban ni rastro.
Entonces vinieron los tiempos difíciles, no había más ropa así que empecé a buscar en los basurales papeles sucios y periódicos pasados, reunía todo lo que podía, llegaba agotado a la casa y ahí estaba el regimiento, hambriento, esperándome.
Guillermo, Gerardo, Jorge, Laura, Cecilia, Elias, Daniel, Mariana, Mónica, Marco Antonio, Fernando, Mariano, Cristóbal, Darío, Mireya, Alejandro, Alfredo, Gustavo, Carmen, Francisco, Ernesto, Daniela, Adolfo, Juan, Pedro y sus respectivos padres, abuelos, hijos, primos y compañía devoraban todo, todo.
Terminaba agotado, apenas dejaba en el piso la comida para la gran familia, caía rendido en la cama, apagaba la luz y me perdía en un sueño profundo. Al día siguiente siempre lo mismo, las haraganas durmiendo en los rincones más oscuros del cuarto, ni me despedían cuando salía en busca de su comida.
Tiempo y reproducción, esa era fórmula. Entonces los nombres dejaron de tener sentido, tuve que empezar a usar números ¿del 1 al 100? No, no eran suficientes, nunca eran suficientes, perdí la cuenta… daba lo mismo 3 que 9574.  
Con tanto trajín las fuerzas se agotan y los años, como también dicen, no pasan en vano. Ya no podía cargar mucha comida por el peso, así que traía cuanto podía sostener en la espalda.
Esa noche venía corriendo mientras los relámpagos iluminaban las calles vacías; tenía que volver rápido a casa porque a ellas no les gusta el papel mojado. Justo cuando pensaba en eso resbalé y caí en una zanja donde sufrí un golpe fuerte en la espalda y me torcí la pierna, que de milagro no se rompió. Llegué al cuarto tarde, cojeando y con el saco lleno pero empapado. Ellas se dieron cuenta de inmediato, y como si fuera un concierto se pusieron a aletear muy fuerte, tanto que emitían un sonido agudo que parecía la punta de una aguja introduciéndose desde mis oídos hasta el cerebro. Me tuve que esconder entre las frazadas y tratar de no escuchar su aleteo infernal, pero esa agitación era tan violenta que hasta podía sentir en la nariz el polvillo abrillantado que se desprendía de sus alas y se colaba entre las mantas.
En la mañana todo estaba en silencio, como si nada hubiera pasado. Saqué tímidamente la cabeza por entre las mantas y pude ver primero que todas las superficies tenían una película medio plateada como barniz. Luego, con horror me di cuenta de que las arpías se habían dado un festín con las cortinas y lo que es peor ¡con mis libros!... los restos de sus viejos lomos yacían desperdigados por el piso, de sus páginas no quedaba nada.
Quise levantarme y dar fin con esa plaga malagradecida, pero no podía moverme, seguro que la lesión de la noche anterior fue muy grave, apenas podía girar en la cama de un lado a otro, era la espalda que no me respondía.  
Vanos fueron mis esfuerzos por gritar pidiendo auxilio, como les dije, los vecinos pensaban que estaba loco y dejaron de prestarme atención hace mucho tiempo.
Ahí, postrado en la cama, ese día adolorido vi cómo el sol fue cruzando el cuarto en su paso de este a oeste hasta que la noche se hizo presente. Un temblor empezó a surgir desde mi interior, cuando poco a poco el silencio era invadido por ese sonido casi imperceptible de los aleteos que iba en aumento, cada vez más fuerte, más intenso. Pero lo que más me espantaba era el brillo de miles de pequeñísimos ojos negros que se clavaban en mi lecho.
Sí, pude matar a muchas de las valientes que se acercaban a la cama, pero de nada servía, eran tantas que apenas podía conformarme con sus cuerpos aplastados y el polvillo de sus alas entre las palmas de mis manos.
Con impotencia veía cómo una a una se iban posando en la cama; las primeras tímidas, las otras cínicamente empezaron a devorar la mantas.
Ya no podía reconocer a Julieta, sus hijos o nietos; mis mascotas se convirtieron en una sola masa, una especie de mortaja que con el paso de las horas acabó con el cubrecama y las frazadas. Yo sudaba como en un cuarto de sauna mientras me crujían los dientes con una intensidad indescriptible. Antes que el sol terminara de salir ya podía sentir sus pequeños dientecillos estimulando los bellos de mis piernas, provocándome espasmos y escalofríos. Estaba a punto de desfallecer de no haber sido por el sol, que ingresó con todo su poder a través de las ventanas libres de cortinas; ellas odian el sol, no pueden resistir su brillo.
Luego sentí una breve calma que se disipó con un pánico mayor. Yo sigo postrado y aquí ya no quedan telas, papeles, ni nada que comer. Comprendo que el sol inevitablmente seguirá su curso y que en unas horas más ellas despertarán hambrientas. De nada sirve gritar.


Juan Pedro Debreczeni Aillón


Festejos ajenos

Una noche, recién acostado, supe de inmediato que dormir iba a ser una tarea muy difícil.
Con la lámpara apagada y la insignificante luz de la calle entrando por las ventanas, empecé a ser víctima de una odiosa fiebre, tal vez por haber dado fin, yo solo, con el maní tostado mientras veía las pruebas de atletismo en las Olimpiadas. 
Sudado hasta el espanto y estando entre despierto y dormido, comenzó mi delirio, a ratos acelerado, a ratos casi congelado en el tiempo y un poquito en el espacio.
Cuando seguramente rondaba los 39 grados, me vi en un podio en el que yo, enmallado y con un físico superdotado, ajeno a mi sedentarismo oficinista y a mis 75 kilos de malos hábitos, ocupaba el primer lugar.
Cantaba un himno de un país que no era el mío y mis ojos se nublaban por emociones ajenas. En las gradas me vitoreaban gentes diferentes de los que podría reconocer como mis compatriotas.
Obviamente, la hazaña que había logrado y la medalla que hacía peso en mi cuello, tampoco eran mías. Pero, a pesar de todo, comencé mi festejo: corrí alrededor del estadio revoleando una bandera, posé para los fotógrafos del mundo mordiendo el oro bastardo del logro de otro y bajé del avión para ser recibido como un héroe, un héroe que no era yo.
Cuando el desfile que me festejaba tomaba una avenida principal, cercada por miles de personas enfervorizadas y con papel picado lloviendo de quién sabe dónde, vi una persona parada en una esquina: Inmóvil, de brazos cruzados, apoyado en un poste y mirándome con rabia y reprobación, estaba yo, a diferencia de las miles de personas, sabedor de mi impostura.
Al verme a los ojos se reveló una absoluta verdad tan agobiante que desperté aún con fiebre y todavía en mi cuarto a oscuras: En alguna cama de la villa olímpica, un atleta indispuesto había tenido fiebre y su delirio le había transformado en un oficinista sedentario, con 75 kilos de malos hábitos y sin físico superdotado.
|G_Ale 2019| Dibujo: Pacho González

Crustáceos


Luego de dejar a su hermanita preparando las cosas en el restaurante, ella se fue a la playa que había a la vuelta y se sentó a leer, como era usual, aprovechando que el lugar casi siempre estaba vacío mientras varios cangrejos saltaban a su alrededor entrando y saliendo de sus madrigueras sin prestarle mucha atención al principio.

Luego de un rato ahí, algunos se aventuraban a curiosear a la visitante que se había acomodado entre ellos, pero luego de acecharla sigilosamente, eventualmente salían corriendo cuando ella pasaba de página.

Cuando vio que el sol ya insinuaba su intención de meterse a dormir en el mar, la mujer colocó un marcapáginas en el libro, lo guardó, sacó una pequeña canasta de la mochila y comenzó a cantar casi susurrando.

Los crustáceos, curiosos y encantados por la voz de la mujer, uno a uno se reunieron a su alrededor y escucharon atentos una canción que contaba una historia del mar. Se le treparon en el pelo y el vestido, se agolparon en la canasta y soñaron ser los protagonistas del cuento del santo y el cangrejo heroico que le salvaba la vida. Conmovidos por la melodía que hablaba de los grandes sacrificios y de la gloria con la que se retribuye a los valientes y abnegados, no se dieron cuenta cuando la mujer inició su camino de regreso.

Ella prolongó el hechizo bailando por las calles empedradas, dando saltos y giros que obligaban a los crustáceos a aferrarse mientras todos reían aun pensando en los dones a ser recibidos por su vida abnegada y devota.

Entraron sin dar pelea en el agua burbujeante de las ollas que la hermana menor tenía preparadas en el restaurante, como era usual ninguno logró dar crédito al horror de su condena y lamentando su candidez intentaron al menos silbar por última vez el himno de su héroe antes de convertirse en la especialidad del lugar para la cena.

Alejandro "Pacho" González Romero

lunes, 23 de marzo de 2015

Mejor, imposible


De las complicaciones que se pueden evitar pero no se evitan, las que involucran interacciones límbicas-afectivas-emocionales… son las más jodidas.
Complicación es la reciprocidad: Dar lo mismo que se recibe. Porque yo, completo egoísta y experto en el oficio de la individualidad, debo aprender a pensar en plural. ‘Sé detallista’, me dijeron, ‘un regalito cada tanto no te va a volver pobre’. Complicado.
Complicación es compartir. Ya no soy yo, somos nosotros; ya no es ‘voy’, es ‘vamos’; ya no es ‘quiero’, es ‘queremos’, aunque lo que ‘queramos’ no tenga nada que ver con lo que ‘quiero’. Y cosas por ese estilo que empeoran cuando se trata de compartir la comida. Complicado.
En esa parafernalia complicada que llaman amor por mucho tiempo floté a los bandazos, con los pies por delante aunque con el corazón macurcado. No iba estable, pero iba; no tenía un destino, pero iba girando en mi eje sin preguntar.
De las complicaciones que se pueden evitar pero no se evitan, las que involucran las interacciones… son las más jodidas.
Cuando compré mi dosis de complicación, exorcicé a mis queridos demonios, tan entrañables y compañeros; senté cabeza en el patíbulo de la normalidad y guardé mis malos hábitos singulares para reemplazarlos por el cepillado de dientes previo al beso matinal.
Y si sueno resignado es porque me resigno, porque en el fondo la complicación de flotar semi-hundido y de a dos no me desagrada. Ya no voy… digo, vamos a los bandazos. Flotamos hacia algún lugar, la reciprocidad se aprende y compartir no es tanto problema, siempre y cuando no se trate de papas fritas.
De cualquier manera, y aunque sea imposible estar mejor, de vez en cuando, me dejo flotar, individualmente acompañado, como para poder ir con los pies por delante y con el corazón un poquito macurcado.


|G_Ale 2015|


miércoles, 23 de octubre de 2013

En una plaza



Encendió un cigarrillo y se acercó con la consistencia del humo, con delicadeza se sentó en una banca de una plaza cualquiera, como no entiendo de medidas no sé la distancia a la que estábamos, pero todo era subjetivo y sin importancia. Yo igual, estaba sentado en una banca de una plaza cualquiera.
Los dos con la mirada en el vacío, como si viéramos a través de las cosas, perdidos o encontrándonos, sus ojos miraban enfermos y con un grito que pedía socorro de su miseria, al tiempo que sonreía con la sonrisa de las madres al ver jugar a sus hijos. Yo susurraba  que me perdone, nada podía hacer por mí, nada por ella, esperé un instante y tuve que sonreírle, con sonrisa derrotista. Para camuflar lo mucho que la miraba vi mi reloj pero sin observar la hora, como nunca entendí del tiempo, nada importaba, ambos habíamos sido atrapados por la misma lógica temporal,  y nuestros cuerpos se someterían a ella, a pesar de no ser más que polvo en tumba.
Había atardecido tres veces ya, nos habíamos sonreído todas las sonrisas y mirado con todas las miradas, nos habíamos pensado en infinidad de momentos y situaciones, nos habíamos olvidado varias veces, yo por mi parte había olvidado el momento en que la conocí, justo cuando decidí preguntarle, me mostró la misma sonrisa que al principio, y yo me recordé niño jugando, mientras ella esperaba sentada, y yo veía algo más en sus ojos.

                                                                                                                                          Inti Villasante


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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia