miércoles, 6 de marzo de 2019

Cría cuervos



Primero fue sólo una, una loca que salió volando de entre mis libros cuando buscaba uno en particular. En ese momento la dejé vivir… por qué no lo sé, simplemente su aleteo silencioso no me molestó; cogí el libro y seguí con mis cosas, con mi vida. Quién podía imaginar el alcance o posibles dimensiones futuras de esa pequeña criatura de vuelo torpe e ingenuo.
No sé bien cuánto tiempo pasó desde aquella oportunidad, un par de años tal vez. Pero la rutina no cambiaba demasiado: llegaba de noche a mi cuarto, encendía la luz y mientras me desligaba de las cosas que cargaba ella aparecía revoloteando desde una de las esquinas de la habitación como saludándome. Poco a poco esa alada bienvenida llegó a agradarme, pues al margen de ella, en casa sólo me esperaban los muebles viejos, empolvados y mis libros; buenos sí, aunque no saben dar abrazos.
Dejaba las cosas donde caían, preparaba café y ponía algo de música, mientras, ella parecía acompañar cada una de estas acciones hasta que me acostaba; entonces se posaba en una de las hojas de la cortina.
No era necesario que me hable, su presencia me hacía bien, siendo tan pequeña llenaba vacíos muy grandes. En la mañana no había rastro de ella, así que casi siempre la olvidaba hasta la noche siguiente.
Recuerdo una vez que llovía como si fuera el fin del mundo, llegué empapado y tiritando de frío. Encendí la estufa y mientras me quitaba las ropas pude distinguirla en lo alto de la cortina pero no estaba sola o al menos no lo parecía. Ya en la cama, tratando de calentarme la pude ver con mayor claridad: yacía ahí apareándose con otro de su misma especie. Primero me reí, pero después sentí una mezcla rara de sentimientos, entre envidia y alegría, creo que algo así. Así me pagan… en fin, apagué la luz.
Josefina y Ernesto. Sí, les iban bien, eran nombres adecuados para dos amantes. Y claro, Josefina y Ernesto no se aparearon sólo esa noche, qué va, fueron muchas y como es natural, con el paso del tiempo la prole no se dejó esperar. Con tantas mascotas en casa fue necesario ordenar la familia: Susana, Pablo, Karen, Sergio, Antonia, Nataniel, Abraham, Catalina, Santiago y Julietita… ay Julietita, mi preferida… hasta que la muy puta se metió con Abraham y todo se jodió.
Con una familia en franco crecimiento la comida se fue convirtiendo en un problema. Al principio –durante la primera generación–, puse a disposición de mis mascotas montones de ropa usada que durante mucho tiempo reuní para regalarla en alguna campaña de caridad. Pero a pesar de que era bastante, como dicen, nada dura para siempre y por eso tuve que empezar a recolectar ropa vieja de los vecinos.
Sí, es verdad que no todos me miraban bien cuando pasaba por sus casas pidiendo ropa para mis mascotas, creo que no podían entender lo que pasaba entre mis cuatro paredes.
Luego corrió el rumor de que estaba loco, pero eso al menos para mí, no tenía la menor importancia. Los mandé al diablo y empecé a buscar alimento en otros barrios y al principio tuve éxito, pero después la gente empezó a desconfiar pues siempre me veían vestido con la misma ropa, cada vez más vieja y de la que me regalaban ni rastro.
Entonces vinieron los tiempos difíciles, no había más ropa así que empecé a buscar en los basurales papeles sucios y periódicos pasados, reunía todo lo que podía, llegaba agotado a la casa y ahí estaba el regimiento, hambriento, esperándome.
Guillermo, Gerardo, Jorge, Laura, Cecilia, Elias, Daniel, Mariana, Mónica, Marco Antonio, Fernando, Mariano, Cristóbal, Darío, Mireya, Alejandro, Alfredo, Gustavo, Carmen, Francisco, Ernesto, Daniela, Adolfo, Juan, Pedro y sus respectivos padres, abuelos, hijos, primos y compañía devoraban todo, todo.
Terminaba agotado, apenas dejaba en el piso la comida para la gran familia, caía rendido en la cama, apagaba la luz y me perdía en un sueño profundo. Al día siguiente siempre lo mismo, las haraganas durmiendo en los rincones más oscuros del cuarto, ni me despedían cuando salía en busca de su comida.
Tiempo y reproducción, esa era fórmula. Entonces los nombres dejaron de tener sentido, tuve que empezar a usar números ¿del 1 al 100? No, no eran suficientes, nunca eran suficientes, perdí la cuenta… daba lo mismo 3 que 9574.  
Con tanto trajín las fuerzas se agotan y los años, como también dicen, no pasan en vano. Ya no podía cargar mucha comida por el peso, así que traía cuanto podía sostener en la espalda.
Esa noche venía corriendo mientras los relámpagos iluminaban las calles vacías; tenía que volver rápido a casa porque a ellas no les gusta el papel mojado. Justo cuando pensaba en eso resbalé y caí en una zanja donde sufrí un golpe fuerte en la espalda y me torcí la pierna, que de milagro no se rompió. Llegué al cuarto tarde, cojeando y con el saco lleno pero empapado. Ellas se dieron cuenta de inmediato, y como si fuera un concierto se pusieron a aletear muy fuerte, tanto que emitían un sonido agudo que parecía la punta de una aguja introduciéndose desde mis oídos hasta el cerebro. Me tuve que esconder entre las frazadas y tratar de no escuchar su aleteo infernal, pero esa agitación era tan violenta que hasta podía sentir en la nariz el polvillo abrillantado que se desprendía de sus alas y se colaba entre las mantas.
En la mañana todo estaba en silencio, como si nada hubiera pasado. Saqué tímidamente la cabeza por entre las mantas y pude ver primero que todas las superficies tenían una película medio plateada como barniz. Luego, con horror me di cuenta de que las arpías se habían dado un festín con las cortinas y lo que es peor ¡con mis libros!... los restos de sus viejos lomos yacían desperdigados por el piso, de sus páginas no quedaba nada.
Quise levantarme y dar fin con esa plaga malagradecida, pero no podía moverme, seguro que la lesión de la noche anterior fue muy grave, apenas podía girar en la cama de un lado a otro, era la espalda que no me respondía.  
Vanos fueron mis esfuerzos por gritar pidiendo auxilio, como les dije, los vecinos pensaban que estaba loco y dejaron de prestarme atención hace mucho tiempo.
Ahí, postrado en la cama, ese día adolorido vi cómo el sol fue cruzando el cuarto en su paso de este a oeste hasta que la noche se hizo presente. Un temblor empezó a surgir desde mi interior, cuando poco a poco el silencio era invadido por ese sonido casi imperceptible de los aleteos que iba en aumento, cada vez más fuerte, más intenso. Pero lo que más me espantaba era el brillo de miles de pequeñísimos ojos negros que se clavaban en mi lecho.
Sí, pude matar a muchas de las valientes que se acercaban a la cama, pero de nada servía, eran tantas que apenas podía conformarme con sus cuerpos aplastados y el polvillo de sus alas entre las palmas de mis manos.
Con impotencia veía cómo una a una se iban posando en la cama; las primeras tímidas, las otras cínicamente empezaron a devorar la mantas.
Ya no podía reconocer a Julieta, sus hijos o nietos; mis mascotas se convirtieron en una sola masa, una especie de mortaja que con el paso de las horas acabó con el cubrecama y las frazadas. Yo sudaba como en un cuarto de sauna mientras me crujían los dientes con una intensidad indescriptible. Antes que el sol terminara de salir ya podía sentir sus pequeños dientecillos estimulando los bellos de mis piernas, provocándome espasmos y escalofríos. Estaba a punto de desfallecer de no haber sido por el sol, que ingresó con todo su poder a través de las ventanas libres de cortinas; ellas odian el sol, no pueden resistir su brillo.
Luego sentí una breve calma que se disipó con un pánico mayor. Yo sigo postrado y aquí ya no quedan telas, papeles, ni nada que comer. Comprendo que el sol inevitablmente seguirá su curso y que en unas horas más ellas despertarán hambrientas. De nada sirve gritar.


Juan Pedro Debreczeni Aillón


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