Cuando me subí al avión respiré cierta esperanza. Durante el viaje
miraba el panorama por la ventanilla con serenidad y permanecía en silencio
mientras todos los compañeros intentaban, con algo de humor, evadir hablar del
destino nefasto que, para algunos, iba a ser el último.
En realidad yo no tenía en mente a dónde íbamos ni para qué, solamente
pensaba en que todo aquello era la mejor forma de pensar más claro en una
decisión que debía tomar y que me atormentaba.
Solo al llegar al campamento y descargar nuestras cosas tomé conciencia
de dónde estaba y qué era lo que estaba haciendo: me había enlistado en el
ejército para defender a mi país de los salvajes terroristas.
Era difícil decir, mientras permanecíamos en el campamento, que nuestro
país estaba en guerra. La pasábamos muy bien, teníamos televisión satelital,
internet de banda ancha, comida chatarra y toda la pornografía y las
prostitutas que pudiéramos desear.
Los que estaban en guerra eran nuestros enemigos, que esperaban días
enteros camuflados en medio de arbustos espinosos, revolcándose con los
escorpiones. Nosotros solo nos limitábamos a destruir sus ciudades y recoger lo
que pudiera servir como trofeo.
La emoción de ir montado en un poderoso tanque de guerra hizo que mi
cabeza borrara casi por completo aquella estresante decisión que había dejado
pendiente y finalmente me entregué a toda la lujuria sangrienta que corresponde
al uniforme.
No alargaré mi relato, los tres primeros meses fueron casi iguales:
pasaban los aviones descargando sus bombas y nosotros debíamos pasar luego,
para limpiar el terreno de insurgentes, aunque la mayoría de las veces solo
hallábamos abuelos y niños abandonados, medio locos por las explosiones.
Al cuarto mes decidí que aquella era mi vida. El placer de dispararles a
aterrados mercenarios, el sacudón del tanque cuando disparaba, cómo tronaban
los edificios al colapsar. Era todo lo que necesitaba y la siguiente vez que
hablara con mi familia les haría saber que la decisión estaba tomada.
Una tarde, ya acabada la inspección de rutina, cruzábamos un terreno
que, según nosotros, era un campo de fútbol. Supongo que fueron segundos,
supongo que los compañeros se sobresaltaron, supongo que se armó un gran
alboroto cuando pisé lo que parecía un pequeño promontorio y la explosión me
hizo volar por los aires.
Volví a casa a las tres semanas luego de salir del coma. Mi nueva vida
se diluyó y entre mis prótesis y mi depresión volví a la encrucijada de la
antigua decisión.
Finalmente hoy arreglé mi dilema, cuando, con lo que me queda de lengua,
dije: ‘sí, acepto’
(G_Ale 14/03/12)
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