Una noche, recién acostado, supe de inmediato que dormir iba a ser una tarea muy difícil.
Con la lámpara apagada y la insignificante luz de la calle entrando por las ventanas, empecé a ser víctima de una odiosa fiebre, tal vez por haber dado fin, yo solo, con el maní tostado mientras veía las pruebas de atletismo en las Olimpiadas.
Sudado hasta el espanto y estando entre despierto y dormido, comenzó mi delirio, a ratos acelerado, a ratos casi congelado en el tiempo y un poquito en el espacio.
Cuando seguramente rondaba los 39 grados, me vi en un podio en el que yo, enmallado y con un físico superdotado, ajeno a mi sedentarismo oficinista y a mis 75 kilos de malos hábitos, ocupaba el primer lugar.
Cantaba un himno de un país que no era el mío y mis ojos se nublaban por emociones ajenas. En las gradas me vitoreaban gentes diferentes de los que podría reconocer como mis compatriotas.
Obviamente, la hazaña que había logrado y la medalla que hacía peso en mi cuello, tampoco eran mías. Pero, a pesar de todo, comencé mi festejo: corrí alrededor del estadio revoleando una bandera, posé para los fotógrafos del mundo mordiendo el oro bastardo del logro de otro y bajé del avión para ser recibido como un héroe, un héroe que no era yo.
Cuando el desfile que me festejaba tomaba una avenida principal, cercada por miles de personas enfervorizadas y con papel picado lloviendo de quién sabe dónde, vi una persona parada en una esquina: Inmóvil, de brazos cruzados, apoyado en un poste y mirándome con rabia y reprobación, estaba yo, a diferencia de las miles de personas, sabedor de mi impostura.
Al verme a los ojos se reveló una absoluta verdad tan agobiante que desperté aún con fiebre y todavía en mi cuarto a oscuras: En alguna cama de la villa olímpica, un atleta indispuesto había tenido fiebre y su delirio le había transformado en un oficinista sedentario, con 75 kilos de malos hábitos y sin físico superdotado.
|G_Ale 2019| Dibujo: Pacho González
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