sábado, 23 de enero de 2021

Caminata Invisible (Yo quiero ver un tren)

 

Dicen que esta ciudad no duerme
Porque el sueño la hace lenta
- “Caminata” - Almendra -


El ferrocarril Mitre disminuye su marcha y momentáneamente se detiene en la estación Belgrano C. Bajo al andén y de inmediato choca en mi rostro el calor de la tarde porteña que contrasta al extremo con el aire acondicionado reinante en el vagón que acabo de abandonar y que ya parte para continuar su viaje. La estación está por encima del nivel de la calle, de modo que para salir de ella es necesario bajar escaleras mecánicas y pasar luego los molinetes. Mientras los atravieso y gano la calle, con mi talante de ciudad pequeña maravillado, pienso que podría acostumbrarme y tomarle cariño a un sistema de transporte público puntual, aceptablemente limpio y fluido, opuesto en las antípodas a los micros precarios de mi día a día.

En la acera de Juramento y Arribeños es imposible dejar de ver el gran pórtico decorado que marca, simbólica y fácticamente, la entrada al Barrio Chino de Buenos Aires. Los comercios cercanos, chinos y chinescos casi con furia, muestran una inimaginable variedad de productos orientales que van desde el básico gato de la fortuna que saluda infinitamente con una pata y que viene en todos los tamaños (del que después supe que era japonés y no chino), nunchakus, cervezas gigantes, hasta hojuelas hechas a base de langostinos (“...freír los crackers hasta que floten”). 

Varios restaurantes con letreros de inentendibles ideogramas chinos ostentan gastronomía exótica; no tan exótica, sin embargo, como aquella del mercado de Wuhan en donde ya ha brotado el virus que dentro de un par de meses paralizará el mundo.

Pero pronto termina la fiebre oriental. Pasadas apenas tres cuadras de la calle Arribeños todo el delirio chino se desvanece y se muestra el barrio de Belgrano en toda su cotidianeidad. Calles rectas, iguales, de casas ya añejas, aunque no tanto como las de San Telmo o del bullicioso Microcentro bonaerense.

A pie por Arribeños, recuerdo el motivo de esta pequeña excursión y aumenta mi ansiedad a cada cuadra. Es muy difícil explicar la emoción creciente sin caer en un fanatismo que se cree no poseer, tan complicado como expresar el porqué se tomó un tren en Retiro sólo para ver una casa, una puerta.

Llegando a la esquina de Congreso la señalética urbana señala “Arribeños 2800” y ya sé que “esa” es la cuadra. No hace falta mucho esfuerzo para encontrar el 2853 de la casa en la que se crió Luis Alberto Spinetta.

Julia y Luis Santiago (padres de Luis Alberto) se conocieron en el barrio, no mucho tiempo después de que los Spinetta se mudaran en masa a la casa de Arribeños 2853.

(Luis Santiago) era un hombre responsable, respetuoso y cumplidor (…) Pero también hay que contemplar su costado artístico y el tiempo de esplendor del tango, que era la música que tallaba fuerte en el corazón de los hermanos Spinetta. (Marchi, 2019)

La visita es breve. En realidad, no hay más plan que solo estar, mirar e irse. La fachada es blanca, tiene un zócalo de piedra y dos ventanales cerrados con cortina de metal, la puerta negra tiene vidriera en un costado. No se ven marcas de ninguna naturaleza, detalle que llama la atención, considerando la costumbre argenta, tal vez hija de la pasión futbolera, de sacralizar y crear altares en los sitios relacionados a grandes figuras o que hayan sido escenario de algún suceso importante. Y es que la “casa de Arribeños” tiene peso propio en la historia del rock de esta parte del continente, tanto así que en algún momento fue considerada una verdadera usina creativa.

Por Arribeños desfilarían casi todas las futuras leyendas del rock argentino, comenzando por los mismos Almendra. En Arribeños todos eran tratados como lo que verdaderamente eran: chicos a los que un plato de comida y una dosis de afecto fraternal les hacía falta. No se podía naufragar toda la vida. (Ibídem)

De pie frente a la casa, la miro y miro alrededor para imaginar otros tiempos. La cuadra tiene árboles, como casi todas las cuadras de la ciudad. Las casas no parecen ostentosas, pero sé que no estoy lejos de los barrios acomodados de Buenos Aires. Pienso en una calzada de tierra, en una barriada recién constituida, suburbana, amistosa. 

Aunque catastralmente vivían en Núñez, esa parte de la ciudad en donde aún viven los Spinetta era conocida como el Bajo Belgrano. Era otro país, otro mundo (...) La puerta de Arribeños y las de sus vecinos solían estar abiertas (...) “Belgrano no era un barrio fino, al contrario: bien pobre era en esa época -graficaba Luis Alberto- (...) Por lo menos en lo que a mí respecta, mi familia era muy humilde; se confunde que fuéramos de Belgrano como que hubiéramos sido de Barrio Norte y no sé por qué. (Ibídem)

Cuando ya me apresto a volver sobre mis pasos para tomar un autobús que me lleve de regreso a mi cuartel general, escucho que la puerta negra con vidriera se abre. Sale un muchacho joven y automáticamente intento adivinar el parentesco o el parecido que podría tener con Luis Alberto. Se sube a una moto estacionada en la acera y la enciende. La puerta permanece abierta. Intruso, pero también avergonzado por mi afán, intento mirar con disimulo el interior de la casa cuando sale alguien a quien sí reconozco y que tiene los inconfundibles rasgos faciales Spinetteanos: Carlos Gustavo, el hermano menor del Flaco y su compañero en algunas correrías, que además de tocar la batería en el legendario Artaud de Pescado Rabioso, diseñó la portada de Desatormentándonos y tocó en el histórico concierto Spinetta y las Bandas Eternas, no mucho antes de que la salud de Luis Alberto empiece a decaer.

Lo repentino de su aparición y mi empeño en no mostrar rasgo alguno de fanatismo (¿a quién quiero engañar?) me impiden acercarme a saludarlo y pedirle una foto. Además, parece apurado al subirse a la moto que encendió el muchacho joven y juntos desaparecen raudos en el tráfico.

A pie por Arribeños, pero esta vez en sentido contrario, intento explicar lo grandioso de la obra de Luis Alberto Spinetta, a pesar de “no ser tan popular” como otros músicos que aún le rinden pleitesía. Esa tarea ha ocupado a muchos entendidos y yo, que no lo soy, difícilmente podría aportar algo valioso al respecto.

El sol se ha escondido ya, y a bordo del autobús que me lleva hacia Recoleta, siento la satisfacción de quién cumplió alguna especie de hazaña, aunque en el estricto sentido de los hechos, no haya sido absolutamente nada más que una visita turística poco convencional.

Con el mismo afán de estar y mirar sitios de relevancia histórica para el viejo rock and roll que tanto me gusta, al día siguiente ceno en la pizzería La Americana (de precios diferenciados si uno come sentado o de pie) cuyo nombre original era La Perla de Once, en cuyo baño, alguna madrugada lisérgica de los años sesenta, Litto Nebbia y el impredecible Tanguito, compusieron La Balsa, marcando una especie de nacimiento para el llamado “Rock Nacional (argentino)”, irónicamente a sólo unas cuadras del escenario de un horrible suceso que en 2004 lo hirió profundamente: la tragedia de Cromañón.

***

Con la mochila en la espalda, a punto de abordar el avión que me devolverá a Bolivia, pienso en que la visita fue enriquecedora aunque sabe a incompleta. 

Hoy, ya meses después, sólo espero poder completar el cartón de mi itinerario, aunque para que eso suceda, será necesario esperar a que se pueda salir sin una mascarilla en el rostro y, más importante, sin miedo en las entrañas.

G_Ale. 2021


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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia