martes, 12 de junio de 2007

Yo no quería partir

JuanPedro Debreczeni Aillón

Esa noche habíamos estado bebiendo en una fiesta organizada por los amigos de mi esposa. Si bien yo no conocía a ninguno de ellos, parecía haberles causado una buena impresión. Cuando hablaban conmigo una mirada escrutadora acompañaba su charla, según mi criterio estudiaban todos mis movimientos, gestos y actitudes; evidentemente lo hacían por tratarse de un círculo de amigos psicólogos. De todas maneras, yo estaba bastante acostumbrado, ya que mi mujer también formaba parte del distinguido grupo de profesionales. Como decía, la fiesta se desarrolló en un ambiente interesante, en medio de una gran variedad de licores selectos y otras sustancias, (estas ultimas controladas). Aunque yo no engranaba mucho en los temas que se trataban, hacia el intento por adaptarme y sólo opinar después de analizar profundamente lo que iba a decir. A pesar de todos estos detalles, no puedo negar que me sentía a gusto en medio de todas esas personas, claro que la presencia de mi mujer ayudaba mucho, ella siempre tratando de acotar algo para que yo pudiera entender e inmiscuirme más en el diálogo común.

Recuerdo que ya era bastante tarde cuando el decoro de los amigos de mi esposa se fue evaporando. Parecía que la combinación explosiva del alcohol y otras drogas, empezaba a hacer de las suyas entre los participes de la reunión. Todo se tornó confuso y yo sufría de muchos mareos, por lo que permanecía sentado en un sofá, aferrado con una mano del brazo del mueble y la otra en la muñeca de mi compañera. Sin embargo, ella parecía inmutable, como protegida por un blindaje contra los efectos de las drogas consumidas. Yo la veía como a través de una membrana plástica y apenas podía distinguir su rostro, lo más claro en ella eran sus interminables carcajadas. Estaba ahí, en una especie de trono bastante alejado de mí, en realidad encima de mí, no obstante, yo sabía que ella se encontraba a mi lado porque podía sentir las pulsaciones de sus venas en la muñeca.

Creo que todo el caos que tenía lugar en mi cabeza aturdió demasiado mis neuronas y si no estoy equivocado terminé rendido durmiendo en el sofá. Puedo llegar a evocar ese breve sueño placentero; yo recostado en el sofá, con la cabeza en las faldas de mi esposa, sosteniéndole la muñeca, mientras ella acariciaba mis cabellos, velando mi sueño. En algún momento llegué a pensar que no estaba soñando, que ella en verdad se había quedado a mi lado, pero no fue así; porque cuando abrí los ojos impulsivamente, ella no estaba a mi lado. Entonces me incorporé con dificultad, y después de reconocer y reconstruir mi entorno, me percate que frente mío estaba una pareja haciendo el amor de una forma salvaje, obviamente sin importarles mi presencia. No podía reconocer quiénes eran los impúdicos, ya que la mujer estaba cabalgando sobre el tipo y únicamente me mostraba su espalda bañada por una larga cabellera.
Por un momento me invadió el pánico al pensar que podía tratarse de mi esposa por la similitud del cabello, pero en ese instante ella, mi esposa, se fue aproximando desde el fondo de un pasillo oscuro. Llegaba sonriente, despeinada y desordenada. Antes de acercarse hasta mí, se plantó al lado de la pareja. Mientras los miraba con detenimiento, ansiosa se mordisqueaba los labios. Realmente parecía disfrutar lo que sucedía, era como si también a ella la estuviesen penetrando. Yo trataba de llamarla para que se siente a mi lado y me explique que carajos era lo que estaba pasando. Sin embargo, algo le pasaba a mi lengua que no podía coordinar su labor con los dientes, es por eso que solamente podía mover los labios en una especie de fono mímica.
Al final, ella se posó a mi lado y miraba mi rostro con extrañeza, como si fuese un desconocido. Entonces el habla volvió, y pude comunicarle mi preocupación, mi deseo de irme ya, escapar de todo ese despelote psicodélico. Ella seguía riendo, yo no podía soportar más, entonces vociferé con ímpetu y solamente así ella dejó de reír para ponerse muy seria y aparentemente enojada. Me tomó del brazo con mucha fuerza hincando sus uñas en mi piel. Prácticamente me arrastró hasta la salida de la casa.
Yo le sugerí que tomáramos un taxi, pero ella insistió en volver a casa caminando ya que no estaba muy lejos. No tuve la voluntad para oponerme, así que me deje llevar como un niño a la escuela.

En el último tramo, antes de llegar a la casa, faltando una cuadra, ella cambio de actitud y la risa poco a poco se fue apoderando nuevamente de su rostro. Mientras tanto, yo sentía en los zapatos constantes crujidos, eran vidrios, cuantiosos vidrios desparramados en la calle, que dificultaban mi andar. Le pedía a mi esposa que me sostenga con fuerza para no caer. Contrariamente, en forma gradual, ella fue soltando mi brazo hasta que terminó por dejarme solo en medio del mar de vidrios. Mientras, ella se adelantaba entre carcajadas. Lo último que vi fue la cola de su vestido que, al igual que ella toda se adentraba en la casa, unos cien metros más arriba.

Traté de moverme, pero las piernas ya me temblaban por el esfuerzo y en el momento en que intentaba acomodar el pie izquierdo caí. Caí con todo mi peso y de frente sobre esa cama mortífera.

Mis atontados sentidos recobraron sus capacidades y entonces sentí el dolor, ese daño que se agudizaba en mis rodillas, la quijada y sobre todo en las manos. De repente, la transparencia del piso se fue tiñendo con mi sangre. Al ver que fluía sin parar, un llanto compulsivo se apoderó de mí.

Con mucho esfuerzo me puse de espaldas para protegerme con el saco de los filosos cristales, y ayudado con los codos y talones comencé a reptar hasta salir de aquel océano letal.

Cuando finalmente conseguí alcanzar un lugar seguro, logré apoyar mi cuerpo y sentado observaba con espanto mis graves heridas, mientras el llanto y los gemidos no cesaban. Había dejado una huella sangrienta como muestra de mi martirio.

La sangre no dejaba de brotar, sabia que en cualquier momento me desmayaría, aferrándome de la abrazadera de una puerta conseguí incorpórame, tuve que hacerlo con ambas manos, ya que estas habían perdido su habitual fuerza, sólo algunos dedos respondían a mis ordenes. Ya de pie y bajo la luz tenue de un poste, pude observar mejor mis lesiones: Mis rodillas tenían el aspecto de cataratas que arrojaban grandes cantidades de sangre, la tela del pantalón, desflorada ayudaba a que la corriente siga su curso hasta llegar a mis pies. Mi quijada, aparentemente se había partido, y provocaba un dolor que, entrecortado subía hasta mi cabeza. Lo que más me espantaba eran mis manos que parecían llevar puestos unos guantes rojos, la sangre iba formando charcos en las palmas de mis manos, los excesos que ya no cabían, se filtraban por mis antebrazos. Esos hilos escarlatas llegaban hasta mis codos y luego caían inminentemente hasta el piso. En un acto frenético sacudí mis manos y éstas lograron limpiarse un poco. Pude ver con claridad el color blanquecino de varios tendones, algunos sueltos como hilachas, ya inútiles. Otros a punto de reventarse. Yo intentaba cerrar las manos y apretar los puños, sin embargo, sólo cinco de mis diez dedos respondían, los demás reposaban inertes.

Apoyado en los muros pude desplazarme poco a poco, mientras los mareos volvían a cada momento, debía llegar a la casa. Era mi salvación.

Al llegar, desfalleciente pude sostenerme en la verja de la casa, el timbre no servía. Empecé a gritar pidiendo auxilio y llamando a mi mujer, no respondían, nadie salía. El llanto volvió a invadirme. Entonces, por la puerta interior apareció ella, estaba prácticamente desnuda. A pesar de mi penosa situación, se fue aproximando con mucha lentitud. Llegó frente a mí y se agachó un poco, con admiración se puso a observarme como si fuera un insecto que nunca antes habría visto. Le reclamé por su actitud indiferente y mostrándole mis manos flageladas le suplicaba para que me ayudase. Mi esposa estiró la mano a través de la baranda y tomó mi brazo derecho para acercarlo a su rostro. Después de observar con impasibilidad mis ulceraciones, identificó entre la sangre medio coagulada uno de los tendones a punto de desgarrarse. Con sus uñas lo separó de las costras y en un cambio repentino, su rostro dibujó una mueca salvaje, estiró el ligamento brutalmente hasta terminar de arrancarlo. Grité, grite con las últimas fuerzas que me quedaban. Entonces volví a caer y antes de perder el conocimiento pude distinguir al padre de mi esposa que afanadamente habría el portón. Era médico.

Cuando abrí los ojos, distinguí mi entorno, estaba en una ambulancia. Mi suegro yacía al lado tratando de reconstruir mis tendones, mientras un paramédico suturaba las heridas de mis rodillas. De repente el vehiculo frenó, y las puertas del ambulancia se abrieron. Un par de enfermeras, estiraron la camilla y me guiaron hasta un recinto cubierto de azulejos blancos, todo era blanco. Me duele mucho, decía. En eso apareció nuevamente mi suegro. Me dijo que necesitaba con urgencia una transfusión de sangre. Tengo sangre de tipo A positivo, le dije casi murmurando, él contesto que no, que yo era B negativo. No era cierto, desde niño yo sabia que era A, mi madre siempre me lo había dicho. Entonces el padre de mi esposa dio órdenes a las enfermeras para que me hicieran la transfusión con sangre B negativo. Volví a gritar: ¡yo no soy B!, ¡no lo entienden! ¡Soy A!, ¡van a matarme!. Las enfermeras me amarraron a la camilla.

En mi impotencia vi cómo introducían la aguja en mi brazo y luego la venenosa sangre que lentamente iba ingresando en mi torrente.

Apenas podía mantener los ojos abiertos y el hablar era imposible, mi lengua estaba adormecida. Volvieron a mover la camilla y me llevaron por una serie de pasillos.

Mis amigos, mi madre, la familia, estaban todos allí. No faltaba ninguno. A ambos lados de los corredores, me iban despidiendo con un saludo, moviendo sus manos abiertas de izquierda a derecha. Nadie decía nada sólo movían las manos, sus gestos eran vacíos. Cuando dejé de verlos, las luces fueron disminuyendo su intensidad, opacándose. El pasillo se fue oscureciendo más y más. Al final dejé de ver, la oscuridad absoluta me rodeaba, nada se distinguía.

El dolor ha desaparecido al igual que mi cuerpo. Ahora, sólo siento una gran pena y mi presencia flotando en las tinieblas.

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