Alejandro González Romero
Después del sexo hay un olor como a lavandina y tarwy que se impregna en todo el cuarto, ¿sientes? – me preguntaba ella. Yo siempre asentía con la cabeza. Recuerdo que la primera vez que me preguntó a cerca del olor después del sexo yo no atinaba con el aroma comparable. Me parece que no supe describirlo hasta que ella lo comparó con el olor a lavandina suave. Y bueno, ella en su clínica estaba constantemente en contacto con la lavandina y tal vez por eso pudo encontrar la similitud, pero lo del tarwy si fue una analogía elogiable a ella y su sensibilidad olfativa.
Yo siempre me jacté de tener buen olfato pero nunca me había preguntado a qué podía compararse el aroma postamatorium, claro que después me volví a interesar en ese sentido específico y procuré recobrar mi sensibilidad. Comparaba todos los aromas, andaba con la nariz abierta de par en par y concordé en muchas ocasiones que no había peor aroma que el humano. Pero no todos los aromas humanos son desagradables. Fuera de su perfume ella olía bien, y no era un halo que provenía de su cabello, era su piel, su sudoración misma, había como un delicioso aroma que salía de sus hombros, de sus rodillas. Por eso se que no todos los aromas humanos son desagradables, no se bien como especificar cuales no lo son porque en realidad se que son presencias mnémicas difícilmente explicables sin entrar a desagradables comparaciones.
Pero hay cosas que dependen del gusto de cada persona, y en cuestiones del sentido del gusto hay otra cantidad infinita de variedades, como con todos los sentidos creo; aun recuerdo: “me gusta que me roces por ahí con el dedo”… que bien se estaba escuchándola disfrutar; y viéndola también: ella con los ojos cerrados y la nuca estirada hacia atrás, cambiando su rostro natural de ángel inocente por el de la mayor de las gozadoras; ¡qué placer!
Hasta el sabor del agua varía de una casa a otra, es distinto. En mi casa el agua sabe a metal porque tenemos un tanque rojo y metálico en el que se almacena el agua, por esto de que sólo a determinadas horas consigue trepar desde el centro. Es además un poco más salada pero eso no lo puedo explicar.
- Es raro escucharte hablar sobre el sabor del agua – me decía ella – porque se supone que el agua es insabora, incolora e inodora. Entonces le pedí que intentara descubrir su diferentes aromas, haciendo elogio a su buen olfato. Después de eso reímos mucho haciendo distintas pruebas de sabor y olor, tocamos las puertas de algunos vecinos de cerca de mi casa probando y oliendo, primero oliendo para evitar que mi boca dejara más o menos evidencias de su presencia e hiciera variar los diagnósticos de mi acompañante. Luego seguimos riendo mucho e hicimos el amor en mi cuarto como era normal todas las tardes.
La música produce fuera de su efecto auditivo cierta sensibilidad táctil, es también extraño de explicar, como los escalofríos que producen ciertas escenas de teatro, donde miras y escuchas pero sientes que alguien te tocó por detrás de la espalda, como el erizar de bellos que me causaban sus uñas clavadas en el dorso, como el aroma a jazmines recién regados o ese mismo olor caminando por la calle Dalence, bajando de su casa por la noche, mezclado con unas lágrimas apuradas tras nuestras eternas discusiones. Y no era la pestilencia del amor, porque el amor huele a otra cosa, es pestilente, es demasiado humano, penetrante, entrometido. Siempre he preferido el olor de mis lágrimas al hedor de mi querer.
Esto me recuerda que durante otro de esos días interminables en mi casa, retomamos el asunto del sabor del agua y me preguntó a que sabía el agua en su casa, estuve a punto de decirle que sabía a pasión, que sabía a sal de su cuerpo, que tenía el sabor parecido al de su aroma y que sin duda su olor provenía del agua que tomaba en su propia casa, pero de seguro no iba a entenderme; pocas veces lograba comprender lo que le decía. Pero la verdad es que el agua de su casa era algo adictivo, como el agua que sale del grifo que hay en la pared externa del coliseo de mi antiguo colegio. Es agua salada, como absorbida de la tierra, como sacada con sumidora del barro, eso es, como muy mineral y muy de raíces de agrios árboles que no dan ni flor ni fruto.
En casa de un amigo, el agua siempre parecía agua hervida, desabrida, como privada de su vida, como impregada del gas que se desprende de las garrafas y es conducida a la hornilla a través de una manguera oscura y sucia por dentro. En su casa era insoportable tomar agua, ni siquiera con el gusto de pegar el hocico a la pila del lavamanos era algo aceptable. Nunca le dije que me desagradaba el agua de su casa pero por lo regular no aceptaba quedarme a tomar el té con él porque sabía que se trataba de esa misma agua muerta.
El agua de lluvia en cambio es lo mejor que he probado, el agua que se acumulaba en las rocas del Monte Obispo, allá por la quebrada del Churu que también tiene agua deliciosa. O el agua que chorrea de las hojas limpias de los árboles de la plaza. Entre la cuarta y la quinta lluvia del año pasado la llevé para tomar agua de árbol. Ella abría la boca y yo le daba de patadas a los troncos de los árboles frondosos para que dejaran caer las gotas de sus hojas ya lavadas en su boca – Recién entiendo lo que dices con relación al sabor del agua – me dijo – pero no es lo mismo comparar las gotas de lluvia con el agua que de las cañerías y los canales de no se donde llegan a la ciudad para todas las casas, es la misma agua la que llega a tu casa o a la mía.
Yo que se por qué me parece distinto el sabor del agua de aquí o de allá pero se que no sabe igual, el agua sabe diferente de una casa a otra, estoy seguro.
El olor que la tierra desprende tras la lluvia es siempre el mismo, sin importar el tipo de hierbas que haya tocado a su paso, porque estoy hablando de la tierra y su aroma, desgajado, simplificado del olor adyacente de lo vegetal. Es como la sutileza extractada del colosal olor de los cañaverales cerca del Río Chico allá en Camargo. Ese penetrante aroma a piedra mojada, a piedra mezclada con tierra, a ripio humedecido, a arena mojada con agua sacada del grifo ese que está en mi antiguo colegio.
Ahora que en mi cabeza se dibuja otra vez su imagen debajo de mi, ahora que rememoro la sensación de sus muslos rozando mis piernas y ese olor a sexo indescriptible sin las analogías que ella hizo, recuerdo que su voz era desagradable. Bueno, por lo regular, cuando acababa de despertar o estaba somnolienta era hasta arrullante su serie de frecuencias y tonos, por eso me encantaba llamarla por las noches para hacerla despertar. También durante la pasión su vos se transformaba en melodía, pero no después, si no era por las noches durmiendo en su cuarto o en el mío, o durante la mañana mientras nos desperezábamos tomándonos el tiempo para inciensar a nuestro modo el ambiente, su voz no era agradable, era un algodón de azúcar, meloso y rosado, de contextura incierta, de una infamia similar al del paraguas que busca romper sus propios brazos cuando no llueve para ser inútil durante la época de lluvias.
En octubre, cuando comienza a desprenderse del suelo ese aroma a tierra mojada por la lluvia, siempre pude sentir que estaba a punto de granizar. El aroma bajaba del cielo, se descolgaba de las nubes pegoteado a algunas gotas que enviaban claramente el mensaje aromático – está a punto de granizar – le decía mientras mirábamos el largo jardín de la casa – va a granizar dentro de un rato mas, ¿me crees?
Ya en ese tiempo ella solía mirarme sin decir nada, y hasta me resultaba agradable su silencio que me libraba de lo pestilente del tono de su voz fuera de sueño o sexo.
Las granizadas comenzaban al poco tiempo que lo pronosticaba y ese año decidí combinar sensaciones de todo tipo antes de decirle adiós.
Le acariciaba el cabello mientras miraba las vellosidades en su espalda baja. Miraba sus pequeños pelitos moreneando la entrada hacia su pantalón, hacia sus glúteos y esa gloria de verlos desnudos con un ojo mientras con el otro insistía en ver su rostro de virgen violada. La ventana abierta dejaba entrar el aroma a granizos enormes, a tierra mojada, a jazmines recién humedecidos, que se mezclaron a esa amalgama de tarwy y lavandina. Decidí estirar la lengua para alcanzar un poco del sabor de mi sudor, que siempre fue muy parecido al de mis lágrimas. Entonces todo se entrecruzó; sus sonidos embelezados con el ruido de la calamina golpeada por los granizos y la frecuencia que le provocaba el placer; el aroma a sexo, granizo y hierbas; el sabor a lágrima feliz y la visión suya de espaldas a mi, su desnudez, la luz tenue de una tarde lluviosa, el gris del cielo colándose por el techo de la casa del vecino, su pelo enredado en mi mano, sus manos apretando la almohada y su rostro de juguete para adolescente varón.
Me dieron ganas de vomitar, todo tan mezclado se parecía al sabor del amor, a esa sensación táctil de humanizarse al grado de ser un cúmulo de hediondez. Su voz fuera de goce irrumpió en un “basta”, entonces de la suavidad de su pelo mi mano pasó a la humedad de sus gargantillas de cuero, un rayo impregnó el lugar con un aroma eléctrico a chispas en los cables de luz, a hedor de goma quemándose. Luego el trueno, el granizo que había parado de martillar la calamina, los jazmines asesinados por la golpiza del cielo, su piel más clara y el movimiento sobre un cuerpo frío.
Por eso decidí mudarme ahora que pasó la época de lluvias, el jardín huele a ella, la tierra ya no desprende el mismo aroma allá por donde están los jazmines, lo único bueno es que se que donde vaya estaré bien, eso si: no podría irme a otra ciudad… sólo en Sucre, la lluvia tiene aroma.
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