Daniela Peterito Salas
Tuve que matarlas con las manos. Ahora me brillan los dedos, esa delgada capa iluminada y brillosa me cubre hasta los codos.
Anoche llegué corriendo, aseguré la puerta –ellas saben que las odio– la lluvia que en el día me permite tranquilizar los sentidos, el agua que apacigua con su adormilado movimiento todas las marañas de la cabeza, en la noche se vuelve cruel desgracia que moldea mis miedos.
Cuando recién llegué a la casa no me di cuenta de lo que sucedía, empecé a secarme el cabello y a sacudir mi ropa húmeda, de un momento a otro sentí la lluvia y su sonido me invadió como un golpe en la cabeza, recordé todo el dolor que me habían causado y con furia arrojé mis cosas al piso para liberarme las manos y poder llegar hasta donde estaban.
Encontré a la primera en las gradas, titubeé un poco al principio, pero presioné hasta que sus líquidos se dejaron salir por la violencia, el asco se apoderó de mi pero finalmente la arrojé contra el piso, la escena era asquerosa, seguí subiendo las gradas y casi llegando al final encontré una más, hice lo mismo. En unos cuantos segundos había cumplido con mis intenciones.
Viven bajo mi cama, detrás del ropero, entre la rendija de la ventana, detrás de mis cuadros, en los cajones del final, entre la alfombra y el piso, comen de mi humedad –no pensaba llorar tanto. Después de haber matado a dos sentí tranquilidad, ya quería irme a dormir el suceso me había indispuesto pero recordé que los días de lluvia son sus favoritos, recordé que se reúnen en el patio en cuanto empieza a llover en las noches, salí, y aunque hubiera podido llevar algún objeto que me ayudase a ejecutarlas preferí destrozarlas con mis manos –tenemos un odio mutuo–, ningún objeto podría ser una extensión de mi cuerpo capaz de reflejar la rabia del momento.
Tuve que tomar en mis manos sus viscosos cuerpos, contuve las tripas y forcé a mi espalda a no obedecer a los espasmos de asco que me daban, de rodillas en medio de los charcos hechos por la lluvia y con las gotas chocando en mi cuerpo, me temblaban las manos, los dientes estaban más comprimidos que nunca y respiraba con una profundidad casi jadeante. En medio de una escena ambientada solamente por un patio, la lluvia, las ciénagas, pedazos arrojados alrededor, mis músculos congelados por el frío ya no soportaron más y me arrojé al piso mientras el agua me lavaba la cara, sus asquerosos trozos inertes flotando sobre los charcos quedaron a mi lado.
Tuve que matarlas, tuve que culparlas a ellas porque no había nadie más. Y luego recé porque no lloviera más.
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