miércoles, 6 de marzo de 2019

Ella tiene mejores ojos


Le dije que me dejara porque ella tenía mejores ojos que yo. Era la pura verdad, ella los tenía grandes y bonitos (ambos), llenitos de color, brillaban en días de lluvia y sol, seguro que tenían una retina envidiable y jamás se le irritaban, tuve que hacerlo, decírselo así de claro, y no solo le resalté el tema este de los ojos, más allá de los ojos le dije que tenía unas hermosas pestañas, esas largas y curveadas, por supuesto que mis tiesas y ralas pestañas eran incomparables, de lejos las suyas eran mejores, incluso un inexperto en ojos podría notar la abismal diferencia, así que le repetí “ella tiene mejores ojos, seguro ven claro y enfocado, seguro se ven películas japonesas enteras sin llorar y por las mañanas deben verse aún mejor, quédate con ella”, así que él le escribió miles de canciones, poemas y sonetos a sus ojos, le compró regalos a sus ojos y agotó fortunas en ser visto por esos ojos, deben ser muy felices esos ojos.

Yo, mis ojos, mis pestañas y mis anteojos nos quedamos a un costado, viendo pasar la vida desenfocada, con manchas por momentos, nos quedamos con los ojos a veces rojos por el polvo y las alergias, frunciendo la mirada para afrontar resplandores enceguecedores, llorando periódicamente para lavar por dentro y fuera, sin embargo, nunca fue más fácil parpadear sin él.
Daniela Peterito Salas

desde aquí

El abogado nos preguntó si teníamos bienes en común
Los dos dijimos que no con nuestras cabezas  y después de dos segundos salió un no, un poco más para adentro que para afuera
pero
Vos quédate con el abrigo de nubes, yo no salgo a pasear, a vos te gusta caminar por las copas de los árboles, y también quédate con los guantes de hojas, por favor, para que puedas flotar en el espejo del lago y por si acaso ahí en el cajón de tu mesita de noche están los aretes de sol para que puedas abrir las flores que encuentres en el camino
¿Dónde tengo que firmar?
Dibujo: Pacho González
Desde hace unos días que estoy con esta mala manía de amanecer en tus sueños y no saber qué decir
desde aquí sólo veo nuestras manos tapando el brillo del sol, hay que resignar nomás, no vamos lo vamos a poder hacer, yo creo que porque el brillo nacía más cerca de nosotros que del sol
ah, también quédate con las cases, o mejor escógete a las mejores, quédate con la case de los ajíes de fideo, claro, y si te animas y le preguntas cómo hace para que sus trenzas siempre brillen, me vas a avisar
Todo tenemos que pagar entre dos, desde el inicio hasta aquí
Desde aquí sólo veo unas gradas que no dejan de caer
Macetita sin regar
Un par de medias impar
Dejo desportillada tu taza preferida
Hay que comer ese durazno al jugo ya debe estar por expirar

Me he separado tantas veces de vos y yo sé que nunca nos vamos a separar.

                                                                                                 Darío Torres

Cría cuervos



Primero fue sólo una, una loca que salió volando de entre mis libros cuando buscaba uno en particular. En ese momento la dejé vivir… por qué no lo sé, simplemente su aleteo silencioso no me molestó; cogí el libro y seguí con mis cosas, con mi vida. Quién podía imaginar el alcance o posibles dimensiones futuras de esa pequeña criatura de vuelo torpe e ingenuo.
No sé bien cuánto tiempo pasó desde aquella oportunidad, un par de años tal vez. Pero la rutina no cambiaba demasiado: llegaba de noche a mi cuarto, encendía la luz y mientras me desligaba de las cosas que cargaba ella aparecía revoloteando desde una de las esquinas de la habitación como saludándome. Poco a poco esa alada bienvenida llegó a agradarme, pues al margen de ella, en casa sólo me esperaban los muebles viejos, empolvados y mis libros; buenos sí, aunque no saben dar abrazos.
Dejaba las cosas donde caían, preparaba café y ponía algo de música, mientras, ella parecía acompañar cada una de estas acciones hasta que me acostaba; entonces se posaba en una de las hojas de la cortina.
No era necesario que me hable, su presencia me hacía bien, siendo tan pequeña llenaba vacíos muy grandes. En la mañana no había rastro de ella, así que casi siempre la olvidaba hasta la noche siguiente.
Recuerdo una vez que llovía como si fuera el fin del mundo, llegué empapado y tiritando de frío. Encendí la estufa y mientras me quitaba las ropas pude distinguirla en lo alto de la cortina pero no estaba sola o al menos no lo parecía. Ya en la cama, tratando de calentarme la pude ver con mayor claridad: yacía ahí apareándose con otro de su misma especie. Primero me reí, pero después sentí una mezcla rara de sentimientos, entre envidia y alegría, creo que algo así. Así me pagan… en fin, apagué la luz.
Josefina y Ernesto. Sí, les iban bien, eran nombres adecuados para dos amantes. Y claro, Josefina y Ernesto no se aparearon sólo esa noche, qué va, fueron muchas y como es natural, con el paso del tiempo la prole no se dejó esperar. Con tantas mascotas en casa fue necesario ordenar la familia: Susana, Pablo, Karen, Sergio, Antonia, Nataniel, Abraham, Catalina, Santiago y Julietita… ay Julietita, mi preferida… hasta que la muy puta se metió con Abraham y todo se jodió.
Con una familia en franco crecimiento la comida se fue convirtiendo en un problema. Al principio –durante la primera generación–, puse a disposición de mis mascotas montones de ropa usada que durante mucho tiempo reuní para regalarla en alguna campaña de caridad. Pero a pesar de que era bastante, como dicen, nada dura para siempre y por eso tuve que empezar a recolectar ropa vieja de los vecinos.
Sí, es verdad que no todos me miraban bien cuando pasaba por sus casas pidiendo ropa para mis mascotas, creo que no podían entender lo que pasaba entre mis cuatro paredes.
Luego corrió el rumor de que estaba loco, pero eso al menos para mí, no tenía la menor importancia. Los mandé al diablo y empecé a buscar alimento en otros barrios y al principio tuve éxito, pero después la gente empezó a desconfiar pues siempre me veían vestido con la misma ropa, cada vez más vieja y de la que me regalaban ni rastro.
Entonces vinieron los tiempos difíciles, no había más ropa así que empecé a buscar en los basurales papeles sucios y periódicos pasados, reunía todo lo que podía, llegaba agotado a la casa y ahí estaba el regimiento, hambriento, esperándome.
Guillermo, Gerardo, Jorge, Laura, Cecilia, Elias, Daniel, Mariana, Mónica, Marco Antonio, Fernando, Mariano, Cristóbal, Darío, Mireya, Alejandro, Alfredo, Gustavo, Carmen, Francisco, Ernesto, Daniela, Adolfo, Juan, Pedro y sus respectivos padres, abuelos, hijos, primos y compañía devoraban todo, todo.
Terminaba agotado, apenas dejaba en el piso la comida para la gran familia, caía rendido en la cama, apagaba la luz y me perdía en un sueño profundo. Al día siguiente siempre lo mismo, las haraganas durmiendo en los rincones más oscuros del cuarto, ni me despedían cuando salía en busca de su comida.
Tiempo y reproducción, esa era fórmula. Entonces los nombres dejaron de tener sentido, tuve que empezar a usar números ¿del 1 al 100? No, no eran suficientes, nunca eran suficientes, perdí la cuenta… daba lo mismo 3 que 9574.  
Con tanto trajín las fuerzas se agotan y los años, como también dicen, no pasan en vano. Ya no podía cargar mucha comida por el peso, así que traía cuanto podía sostener en la espalda.
Esa noche venía corriendo mientras los relámpagos iluminaban las calles vacías; tenía que volver rápido a casa porque a ellas no les gusta el papel mojado. Justo cuando pensaba en eso resbalé y caí en una zanja donde sufrí un golpe fuerte en la espalda y me torcí la pierna, que de milagro no se rompió. Llegué al cuarto tarde, cojeando y con el saco lleno pero empapado. Ellas se dieron cuenta de inmediato, y como si fuera un concierto se pusieron a aletear muy fuerte, tanto que emitían un sonido agudo que parecía la punta de una aguja introduciéndose desde mis oídos hasta el cerebro. Me tuve que esconder entre las frazadas y tratar de no escuchar su aleteo infernal, pero esa agitación era tan violenta que hasta podía sentir en la nariz el polvillo abrillantado que se desprendía de sus alas y se colaba entre las mantas.
En la mañana todo estaba en silencio, como si nada hubiera pasado. Saqué tímidamente la cabeza por entre las mantas y pude ver primero que todas las superficies tenían una película medio plateada como barniz. Luego, con horror me di cuenta de que las arpías se habían dado un festín con las cortinas y lo que es peor ¡con mis libros!... los restos de sus viejos lomos yacían desperdigados por el piso, de sus páginas no quedaba nada.
Quise levantarme y dar fin con esa plaga malagradecida, pero no podía moverme, seguro que la lesión de la noche anterior fue muy grave, apenas podía girar en la cama de un lado a otro, era la espalda que no me respondía.  
Vanos fueron mis esfuerzos por gritar pidiendo auxilio, como les dije, los vecinos pensaban que estaba loco y dejaron de prestarme atención hace mucho tiempo.
Ahí, postrado en la cama, ese día adolorido vi cómo el sol fue cruzando el cuarto en su paso de este a oeste hasta que la noche se hizo presente. Un temblor empezó a surgir desde mi interior, cuando poco a poco el silencio era invadido por ese sonido casi imperceptible de los aleteos que iba en aumento, cada vez más fuerte, más intenso. Pero lo que más me espantaba era el brillo de miles de pequeñísimos ojos negros que se clavaban en mi lecho.
Sí, pude matar a muchas de las valientes que se acercaban a la cama, pero de nada servía, eran tantas que apenas podía conformarme con sus cuerpos aplastados y el polvillo de sus alas entre las palmas de mis manos.
Con impotencia veía cómo una a una se iban posando en la cama; las primeras tímidas, las otras cínicamente empezaron a devorar la mantas.
Ya no podía reconocer a Julieta, sus hijos o nietos; mis mascotas se convirtieron en una sola masa, una especie de mortaja que con el paso de las horas acabó con el cubrecama y las frazadas. Yo sudaba como en un cuarto de sauna mientras me crujían los dientes con una intensidad indescriptible. Antes que el sol terminara de salir ya podía sentir sus pequeños dientecillos estimulando los bellos de mis piernas, provocándome espasmos y escalofríos. Estaba a punto de desfallecer de no haber sido por el sol, que ingresó con todo su poder a través de las ventanas libres de cortinas; ellas odian el sol, no pueden resistir su brillo.
Luego sentí una breve calma que se disipó con un pánico mayor. Yo sigo postrado y aquí ya no quedan telas, papeles, ni nada que comer. Comprendo que el sol inevitablmente seguirá su curso y que en unas horas más ellas despertarán hambrientas. De nada sirve gritar.


Juan Pedro Debreczeni Aillón


Crustáceos


Luego de dejar a su hermanita preparando las cosas en el restaurante, ella se fue a la playa que había a la vuelta y se sentó a leer, como era usual, aprovechando que el lugar casi siempre estaba vacío mientras varios cangrejos saltaban a su alrededor entrando y saliendo de sus madrigueras sin prestarle mucha atención al principio.

Luego de un rato ahí, algunos se aventuraban a curiosear a la visitante que se había acomodado entre ellos, pero luego de acecharla sigilosamente, eventualmente salían corriendo cuando ella pasaba de página.

Cuando vio que el sol ya insinuaba su intención de meterse a dormir en el mar, la mujer colocó un marcapáginas en el libro, lo guardó, sacó una pequeña canasta de la mochila y comenzó a cantar casi susurrando.

Los crustáceos, curiosos y encantados por la voz de la mujer, uno a uno se reunieron a su alrededor y escucharon atentos una canción que contaba una historia del mar. Se le treparon en el pelo y el vestido, se agolparon en la canasta y soñaron ser los protagonistas del cuento del santo y el cangrejo heroico que le salvaba la vida. Conmovidos por la melodía que hablaba de los grandes sacrificios y de la gloria con la que se retribuye a los valientes y abnegados, no se dieron cuenta cuando la mujer inició su camino de regreso.

Ella prolongó el hechizo bailando por las calles empedradas, dando saltos y giros que obligaban a los crustáceos a aferrarse mientras todos reían aun pensando en los dones a ser recibidos por su vida abnegada y devota.

Entraron sin dar pelea en el agua burbujeante de las ollas que la hermana menor tenía preparadas en el restaurante, como era usual ninguno logró dar crédito al horror de su condena y lamentando su candidez intentaron al menos silbar por última vez el himno de su héroe antes de convertirse en la especialidad del lugar para la cena.

Alejandro "Pacho" González Romero

lunes, 23 de marzo de 2015

Mejor, imposible


De las complicaciones que se pueden evitar pero no se evitan, las que involucran interacciones límbicas-afectivas-emocionales… son las más jodidas.
Complicación es la reciprocidad: Dar lo mismo que se recibe. Porque yo, completo egoísta y experto en el oficio de la individualidad, debo aprender a pensar en plural. ‘Sé detallista’, me dijeron, ‘un regalito cada tanto no te va a volver pobre’. Complicado.
Complicación es compartir. Ya no soy yo, somos nosotros; ya no es ‘voy’, es ‘vamos’; ya no es ‘quiero’, es ‘queremos’, aunque lo que ‘queramos’ no tenga nada que ver con lo que ‘quiero’. Y cosas por ese estilo que empeoran cuando se trata de compartir la comida. Complicado.
En esa parafernalia complicada que llaman amor por mucho tiempo floté a los bandazos, con los pies por delante aunque con el corazón macurcado. No iba estable, pero iba; no tenía un destino, pero iba girando en mi eje sin preguntar.
De las complicaciones que se pueden evitar pero no se evitan, las que involucran las interacciones… son las más jodidas.
Cuando compré mi dosis de complicación, exorcicé a mis queridos demonios, tan entrañables y compañeros; senté cabeza en el patíbulo de la normalidad y guardé mis malos hábitos singulares para reemplazarlos por el cepillado de dientes previo al beso matinal.
Y si sueno resignado es porque me resigno, porque en el fondo la complicación de flotar semi-hundido y de a dos no me desagrada. Ya no voy… digo, vamos a los bandazos. Flotamos hacia algún lugar, la reciprocidad se aprende y compartir no es tanto problema, siempre y cuando no se trate de papas fritas.
De cualquier manera, y aunque sea imposible estar mejor, de vez en cuando, me dejo flotar, individualmente acompañado, como para poder ir con los pies por delante y con el corazón un poquito macurcado.


|G_Ale 2015|


miércoles, 23 de octubre de 2013

En una plaza



Encendió un cigarrillo y se acercó con la consistencia del humo, con delicadeza se sentó en una banca de una plaza cualquiera, como no entiendo de medidas no sé la distancia a la que estábamos, pero todo era subjetivo y sin importancia. Yo igual, estaba sentado en una banca de una plaza cualquiera.
Los dos con la mirada en el vacío, como si viéramos a través de las cosas, perdidos o encontrándonos, sus ojos miraban enfermos y con un grito que pedía socorro de su miseria, al tiempo que sonreía con la sonrisa de las madres al ver jugar a sus hijos. Yo susurraba  que me perdone, nada podía hacer por mí, nada por ella, esperé un instante y tuve que sonreírle, con sonrisa derrotista. Para camuflar lo mucho que la miraba vi mi reloj pero sin observar la hora, como nunca entendí del tiempo, nada importaba, ambos habíamos sido atrapados por la misma lógica temporal,  y nuestros cuerpos se someterían a ella, a pesar de no ser más que polvo en tumba.
Había atardecido tres veces ya, nos habíamos sonreído todas las sonrisas y mirado con todas las miradas, nos habíamos pensado en infinidad de momentos y situaciones, nos habíamos olvidado varias veces, yo por mi parte había olvidado el momento en que la conocí, justo cuando decidí preguntarle, me mostró la misma sonrisa que al principio, y yo me recordé niño jugando, mientras ella esperaba sentada, y yo veía algo más en sus ojos.

                                                                                                                                          Inti Villasante


domingo, 18 de agosto de 2013

De este lado del espejo

Una mosca verde, casi azul, está posada sobre un espejo y se acomoda las alas con las patas traseras.
Del otro lado de la habitación, él está tendido boca arriba víctima de su infortunio. El frasco yace vacío sobre el velador a lado de la cama junto al vaso vacío.
La mosca en el espejo se contempla segura y se pasa las patas delanteras por la cabeza acicalándose despreocupada.
El celular comienza a sonar incesante. Agonizando, su aullido es sustituido por un bip repetido que preludia su expirar tecnológico también insulso e inevitable.
Otra mosca se posa en el espejo. Es más pequeña pero tiene el mismo color de metal destemplado. Ambas se encuentran y copulan sintiéndose dueñas de un palacio. El cuarto es ahora un motel para dos. Sus formas se reflejan sensuales mientras se suscita su dulce apareo carente de rituales absurdos de cortejo.
Pronto, el subyugado se ofrece sobre la cama como un sitio turístico en temporada alta. 
La aun joven pareja sobrevuela la locación mientras el aroma despierta todos los instintos. 
La más grande desciende temerosa para probar las secreciones acumuladas en los poros de una mano y la más pequeña, llamada a cumplir su principal meta en la vida, se aventura a las fauces. Realizando importantes pruebas de seguridad entra y sale con una precaución natural, cuidadosa de no ser atrapada. Luego, confiada, se sumerge llena de vida, impaciente y presurosa.
La otra mosca retorna al espejo, dormirá ahí como duermen las moscas, incapaz de cerrar sus miles de ojos y destilando sus vapores en un grito químico.
Aun pequeñas, otras concubinas lo vendrán a buscar luego de su metamorfosis. Aun pequeños otros machos esperarán en las cortinas o las paredes porque ese cuerpo permitirá que un imperio entero surja pintando el cuarto entero de negro azulado o verduzco antes que alguien irrumpa por la puerta molesto por el olor.
El vaso seguirá vacío sobre la mesa junto al frasco de pastillas que no será suficiente prueba para la madre consternada que no dará crédito a la noticia. Posiblemente un forense, de entre millones, capture al anciano que aun se acicalaba frente al espejo que estará lleno de puntos fecales, para comprobar la presencia del químico letal en su abdomen resplandeciente de satisfacción y ahí se habrá perdido una existencia que un día, se considero, valiosa.
Alejandro "Pacho" González Romero

martes, 13 de agosto de 2013

La fiesta del YO



La noche de un miércoles me morí sin querer, mal vestido como estaba, sin documentos de identidad y sin centavos en los bolsillos.
Mi imaginario escéptico y ateo fue humillado rato después cuando me vi haciendo cola en la burocrática puerta del Infierno.
De tanto leer los textos del Dante, al entrar esperaba ver muchos círculos infernales plagados de condenados sufriendo, llorando, gritando, con cadenas en los cuellos y agujas en los huevos, demonios menores arrancando las uñas de otras almas; o fuego, roca fundida y azufre por todas partes. En fin, todo aquello que nos dijeron que forma la imagen corporativa del averno.
Al entrar, con los ojos cerrados para no ver lo que imaginaba, me sorprendió la frescura del lugar, el olor de los inciensos y sentir que subía unas gradas de caracol mientras aumentaba el volumen de una música que reconocí, pero que hacía muchos años no había escuchado. Llegué por las gradas a un salón infinito, con luces de discoteca, humo de cigarrillo y esa melodía que, cuando era chango, la escuchaba en las fiestas de 15.
Entonces me empecé a fijar en la gente que estaba ahí: todos los niños, adolescentes y hombres mayores que estaban en esa fiesta, todos absolutamente, eran yo.
Yo de niño corriendo para esconderme cuando me había cortado con un vidrio. Yo a mis 11 años con un chicle pegado en el pantalón, a los 13 con un ojo morado y la nariz sangrando. Yo a los 15, sentado en el rincón más oscuro, mirando de reojo a la chica que entonces me gustaba y a la que nunca le dije nada al respecto. Yo a los 17 mordiendo los labios de la muchacha que, según mis padres, solamente me había utilizado para entrar a la universidad. Yo a los 19, borrachísimo abrazado con el yo de 18. El yo del año pasado, pasado de marihuana mirando mis dedos. Todos los yo llenaban el salón con mis risas, gritos y borracheras.
Al caminar hacia el fondo del salón me iba reconociendo y me miraba en mis facetas sin arrepentirme y sin ponerme nostálgico, sin avergonzarme ni reprocharme. Todos esos fui y me los fui a encontrar en una fiesta en el mismo Infierno. Todos esos que en su momento sufrían, insomnes, por sus pequeños melodramas, retozaban en un festejo delirante.
Al final, como entendía ya antes de morirme, el infierno es individual y lo que haga uno de su infierno es decisión personal. En mi caso, un festejo en donde estábamos invitados todos los Yo, algunos mal vestidos, y sin centavos en los bolsillos.
|G_Ale|

viernes, 9 de agosto de 2013

Tinta




Si de siluetas se rodean los albores de la libreta gris,
vomitiva, cuanto de realidad encierran las horas
en que no se destilan letras,
en que la punta de la mirada no se encuentra con otras miradas
y solo abraza la punta que exhala y sangra tinta
dejando los trazos entrecortados que representan letras,
números, filigranas de unicolor rastro.
¿Qué es realidad y que literatura?
¿Por qué resulta necesario determinar la línea que las diferencia?
No sé si sea amor, ebriedad, mala costumbre o tendencia suicida
Más cuan grandes son las ansias de incinerar el lenguaje,
De cicatrizar la tinta.

Jorge Mauricio Avilés
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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia