Primero fue sólo
una, una loca que salió volando de entre mis libros cuando buscaba uno en
particular. En ese momento la dejé vivir… por qué no lo sé, simplemente su
aleteo silencioso no me molestó; cogí el libro y seguí con mis cosas, con mi
vida. Quién podía imaginar el alcance o posibles dimensiones futuras de esa
pequeña criatura de vuelo torpe e ingenuo.
No sé bien cuánto
tiempo pasó desde aquella oportunidad, un par de años tal vez. Pero la rutina
no cambiaba demasiado: llegaba de noche a mi cuarto, encendía la luz y mientras
me desligaba de las cosas que cargaba ella aparecía revoloteando desde una de
las esquinas de la habitación como saludándome. Poco a poco esa alada
bienvenida llegó a agradarme, pues al margen de ella, en casa sólo me esperaban
los muebles viejos, empolvados y mis libros; buenos sí, aunque no saben dar
abrazos.
Dejaba las cosas
donde caían, preparaba café y ponía algo de música, mientras, ella parecía
acompañar cada una de estas acciones hasta que me acostaba; entonces se posaba
en una de las hojas de la cortina.
No era necesario
que me hable, su presencia me hacía bien, siendo tan pequeña llenaba vacíos muy
grandes. En la mañana no había rastro de ella, así que casi siempre la olvidaba
hasta la noche siguiente.
Recuerdo una vez
que llovía como si fuera el fin del mundo, llegué empapado y tiritando de frío.
Encendí la estufa y mientras me quitaba las ropas pude distinguirla en lo alto
de la cortina pero no estaba sola o al menos no lo parecía. Ya en la cama,
tratando de calentarme la pude ver con mayor claridad: yacía ahí apareándose
con otro de su misma especie. Primero me reí, pero después sentí una mezcla
rara de sentimientos, entre envidia y alegría, creo que algo así. Así me pagan…
en fin, apagué la luz.
Josefina y
Ernesto. Sí, les iban bien, eran nombres adecuados para dos amantes. Y claro,
Josefina y Ernesto no se aparearon sólo esa noche, qué va, fueron muchas y como
es natural, con el paso del tiempo la prole no se dejó esperar. Con tantas
mascotas en casa fue necesario ordenar la familia: Susana, Pablo, Karen,
Sergio, Antonia, Nataniel, Abraham, Catalina, Santiago y Julietita… ay
Julietita, mi preferida… hasta que la muy puta se metió con Abraham y todo se
jodió.
Con una familia
en franco crecimiento la comida se fue convirtiendo en un problema. Al
principio –durante la primera generación–, puse a disposición de mis mascotas
montones de ropa usada que durante mucho tiempo reuní para regalarla en alguna
campaña de caridad. Pero a pesar de que era bastante, como dicen, nada dura
para siempre y por eso tuve que empezar a recolectar ropa vieja de los vecinos.
Sí, es verdad
que no todos me miraban bien cuando pasaba por sus casas pidiendo ropa para mis
mascotas, creo que no podían entender lo que pasaba entre mis cuatro paredes.
Luego corrió el
rumor de que estaba loco, pero eso al menos para mí, no tenía la menor
importancia. Los mandé al diablo y empecé a buscar alimento en otros barrios y
al principio tuve éxito, pero después la gente empezó a desconfiar pues siempre
me veían vestido con la misma ropa, cada vez más vieja y de la que me regalaban
ni rastro.
Entonces vinieron
los tiempos difíciles, no había más ropa así que empecé a buscar en los
basurales papeles sucios y periódicos pasados, reunía todo lo que podía,
llegaba agotado a la casa y ahí estaba el regimiento, hambriento, esperándome.
Guillermo, Gerardo, Jorge, Laura,
Cecilia, Elias, Daniel, Mariana, Mónica, Marco Antonio, Fernando, Mariano, Cristóbal, Darío, Mireya, Alejandro,
Alfredo, Gustavo, Carmen, Francisco, Ernesto, Daniela, Adolfo, Juan, Pedro y sus respectivos padres, abuelos,
hijos, primos y compañía devoraban todo, todo.
Terminaba
agotado, apenas dejaba en el piso la comida para la gran familia, caía rendido
en la cama, apagaba la luz y me perdía en un sueño profundo. Al día siguiente
siempre lo mismo, las haraganas durmiendo en los rincones más oscuros del
cuarto, ni me despedían cuando salía en busca de su comida.
Tiempo y reproducción,
esa era fórmula. Entonces los nombres dejaron de tener sentido, tuve que empezar
a usar números ¿del 1 al 100? No, no eran suficientes, nunca eran suficientes,
perdí la cuenta… daba lo mismo 3 que 9574.
Con tanto trajín
las fuerzas se agotan y los años, como también dicen, no pasan en vano. Ya no
podía cargar mucha comida por el peso, así que traía cuanto podía sostener en
la espalda.
Esa noche venía
corriendo mientras los relámpagos iluminaban las calles vacías; tenía que
volver rápido a casa porque a ellas no les gusta el papel mojado. Justo cuando
pensaba en eso resbalé y caí en una zanja donde sufrí un golpe fuerte en la
espalda y me torcí la pierna, que de milagro no se rompió. Llegué al cuarto
tarde, cojeando y con el saco lleno pero empapado. Ellas se dieron cuenta de
inmediato, y como si fuera un concierto se pusieron a aletear muy fuerte, tanto
que emitían un sonido agudo que parecía la punta de una aguja introduciéndose desde
mis oídos hasta el cerebro. Me tuve que esconder entre las frazadas y tratar de
no escuchar su aleteo infernal, pero esa agitación era tan violenta que hasta podía
sentir en la nariz el polvillo abrillantado que se desprendía de sus alas y se
colaba entre las mantas.
En la mañana
todo estaba en silencio, como si nada hubiera pasado. Saqué tímidamente la
cabeza por entre las mantas y pude ver primero que todas las superficies tenían
una película medio plateada como barniz. Luego, con horror me di cuenta de que
las arpías se habían dado un festín con las cortinas y lo que es peor ¡con mis
libros!... los restos de sus viejos lomos yacían desperdigados por el piso, de
sus páginas no quedaba nada.
Quise levantarme
y dar fin con esa plaga malagradecida, pero no podía moverme, seguro que la
lesión de la noche anterior fue muy grave, apenas podía girar en la cama de un
lado a otro, era la espalda que no me respondía.
Vanos fueron mis
esfuerzos por gritar pidiendo auxilio, como les dije, los vecinos pensaban que
estaba loco y dejaron de prestarme atención hace mucho tiempo.
Ahí, postrado en
la cama, ese día adolorido vi cómo el sol fue cruzando el cuarto en su paso de
este a oeste hasta que la noche se hizo presente. Un temblor empezó a surgir
desde mi interior, cuando poco a poco el silencio era invadido por ese sonido
casi imperceptible de los aleteos que iba en aumento, cada vez más fuerte, más
intenso. Pero lo que más me espantaba era el brillo de miles de pequeñísimos
ojos negros que se clavaban en mi lecho.
Sí, pude matar a
muchas de las valientes que se acercaban a la cama, pero de nada servía, eran
tantas que apenas podía conformarme con sus cuerpos aplastados y el polvillo de
sus alas entre las palmas de mis manos.
Con impotencia
veía cómo una a una se iban posando en la cama; las primeras tímidas, las otras
cínicamente empezaron a devorar la mantas.
Ya no podía
reconocer a Julieta, sus hijos o nietos; mis mascotas se convirtieron en una
sola masa, una especie de mortaja que con el paso de las horas acabó con el
cubrecama y las frazadas. Yo sudaba como en un cuarto de sauna mientras me
crujían los dientes con una intensidad indescriptible. Antes que el sol
terminara de salir ya podía sentir sus pequeños dientecillos estimulando los
bellos de mis piernas, provocándome espasmos y escalofríos. Estaba a punto de
desfallecer de no haber sido por el sol, que ingresó con todo su poder a través
de las ventanas libres de cortinas; ellas odian el sol, no pueden resistir su
brillo.
Luego sentí una
breve calma que se disipó con un pánico mayor. Yo sigo postrado y aquí ya no
quedan telas, papeles, ni nada que comer. Comprendo que el sol inevitablmente
seguirá su curso y que en unas horas más ellas despertarán hambrientas. De nada
sirve gritar.
Juan Pedro Debreczeni Aillón