martes, 1 de febrero de 2011

Como si nada


Nunca aprendí a hacerme al gil, y no es que eso signifique que sea honesto: Es un defecto natural. De niño, era el único que no huía corriendo cuando el remate al ángulo rompía el vidrio de doña Jacinta.
Y tampoco hacía falta que me señalen todos con el dedo para que se enteren que era yo el que había pasado a todo el curso las respuestas del examen de mate.
Hacerme al gil me habría servido a los 13 cuando mi viejo me preguntó furioso qué hacía una cajetilla de puchos en la mochila y le contesté temblando que estaba aprendiendo a hablar sin botar el humo.
Y hacerme al gil era lo indicado después, cuando, en el micro y embelesado por unas desconocidas y redondas posaderas adolescentes, le di un sutil codazo a mi novia que iba a mi lado y le dije: mirá!
Hacerse al gil es un artículo de primera necesidad. Más cuando se vive de impulsos y en la frecuente equivocación.
Hacerse al gil es una ciencia exacta. Un arte mayor. La expresión máxima del ejercicio del disimulo y control de expresiones fisonómicas, lenguaje corporal, presiones arteriales y supuraciones sudoríparas.
Hacerse al gil es la manifestación rudimentaria del improvisador, de la mente ágil, y la respuesta veloz.
Está claro que hay que ser muy vivo para hacerse al gil. Y yo, que nunca me hago al gil, soy evidentemente el más gil de los vecinos de mi cuadra.
Nunca aprendí a hacerme al gil. Porque se supone que este texto que devela tantos secretos vergonzosos no tenía que leerlo. No aquí. No ahora, delante de tantos desconocidos.
¡Qué gil!

Gustavo Choque Caballero
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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia