Hay una mujer esperando el micro, en la esquina de su casa, bajo la lluvia, con su gabardina marrón, el pelo pegado a la cara, el maquillaje corrido y la cartera oculta bajo la ropa.
Se acerca el bus, repleto de gente, se detiene salpicándole muy suavemente algo más de agua en los zapatos negros de medio taco.
Sube y todos la miran, por un segundo siente ser la única persona empapada de aquel vehículo; luego se percata de que así es.
El chofer extiende la mano. Es incómodo sacar la bolsa de su refugio: debe abrir la gabardina, está bajo la chompa de lana que le tejió mamá, apoyada en el costado derecho, bajo el brazo.
En segundos sucede todo, la bolsa se abre, sale el monedero, las dos monedas cambian de propietario y el micro reinicia su movimiento.
Hay un chico con el cabello parado, los ojos cerrados y los audífonos en las orejas, ella lo mira esperando que él abra sus ojos y le ofrezca el asiento. Sucede: él la ve y está a punto de levantarse pero ella lo detiene; sería una vergüenza mojar el asiento y dejarlo inutilizable, no es una buena idea.
El muchacho se queda en su lugar, algunos curiosos aun observan a la mujer mojada del micro, una niña cuchichea con su madre asientos atrás, el micro se detiene, todos se bambolean dentro de él, el semáforo cambia, otro empujoncito y de regreso al movimiento y así varias veces.
Suben otras tres personas en la parada siguiente, nadie baja, la lluvia no mengua, por el contrario, unas calles más adelante se escucha el golpetear de los granizos en el techo. La madre abraza a la hija que rato antes le cuchicheaba al oído, la mujer se da cuenta que el agua traspasó el abrigo hasta llegar a la chompa de lana que le regaló su madre, el muchacho de cabellos parados y audífonos en los oídos la distrae, hace ademanes que evidencian que bajará en la siguiente esquina. La mujer también debe bajarse ahí.
Ambos al mismo tiempo hacen parar al autobús, se miran por un instante y por un breve lapso de ese instante ambos parecieran retribuirse con una sonrisa, pero ninguno llega a sonreír. El instante termina, ella se abre paso entre la gente del pasillo, el bus no paró al borde de la acera, la mujer baja y resbala en el granizo que arrastra la pendiente, el muchacho tira un salto y evita a penas que la mujer caiga hasta el suelo, ambos tienen los zapatos empapados ahora, comparten otra mirada instantánea, les interrumpe un bocinazo, un motociclista empapado y deseoso de regresar a casa da con ellos, el muchacho de cabello parado salpica la ventana de la mujer que tenía a su hija abrazada temerosa del ruido del granizo, la moto termina a media cuadra adelante pese a la pendiente que arrastra el granizo calles abajo. El conductor apurado y empapado tiene ahora el rostro inmóvil contra la chompa que la madre de la mujer que esperaba el micro le tejió, el granizo ya no es blanco, la niña ya no cuchichea, el muchacho no escucha más sus audífonos y en la pequeña cartera que estaba bajo el brazo de la mujer mojada, el celular suena, tendrá una llamada perdida justo ahora que deja de ser mañana y es exactamente medio día.
Se acerca el bus, repleto de gente, se detiene salpicándole muy suavemente algo más de agua en los zapatos negros de medio taco.
Sube y todos la miran, por un segundo siente ser la única persona empapada de aquel vehículo; luego se percata de que así es.
El chofer extiende la mano. Es incómodo sacar la bolsa de su refugio: debe abrir la gabardina, está bajo la chompa de lana que le tejió mamá, apoyada en el costado derecho, bajo el brazo.
En segundos sucede todo, la bolsa se abre, sale el monedero, las dos monedas cambian de propietario y el micro reinicia su movimiento.
Hay un chico con el cabello parado, los ojos cerrados y los audífonos en las orejas, ella lo mira esperando que él abra sus ojos y le ofrezca el asiento. Sucede: él la ve y está a punto de levantarse pero ella lo detiene; sería una vergüenza mojar el asiento y dejarlo inutilizable, no es una buena idea.
El muchacho se queda en su lugar, algunos curiosos aun observan a la mujer mojada del micro, una niña cuchichea con su madre asientos atrás, el micro se detiene, todos se bambolean dentro de él, el semáforo cambia, otro empujoncito y de regreso al movimiento y así varias veces.
Suben otras tres personas en la parada siguiente, nadie baja, la lluvia no mengua, por el contrario, unas calles más adelante se escucha el golpetear de los granizos en el techo. La madre abraza a la hija que rato antes le cuchicheaba al oído, la mujer se da cuenta que el agua traspasó el abrigo hasta llegar a la chompa de lana que le regaló su madre, el muchacho de cabellos parados y audífonos en los oídos la distrae, hace ademanes que evidencian que bajará en la siguiente esquina. La mujer también debe bajarse ahí.
Ambos al mismo tiempo hacen parar al autobús, se miran por un instante y por un breve lapso de ese instante ambos parecieran retribuirse con una sonrisa, pero ninguno llega a sonreír. El instante termina, ella se abre paso entre la gente del pasillo, el bus no paró al borde de la acera, la mujer baja y resbala en el granizo que arrastra la pendiente, el muchacho tira un salto y evita a penas que la mujer caiga hasta el suelo, ambos tienen los zapatos empapados ahora, comparten otra mirada instantánea, les interrumpe un bocinazo, un motociclista empapado y deseoso de regresar a casa da con ellos, el muchacho de cabello parado salpica la ventana de la mujer que tenía a su hija abrazada temerosa del ruido del granizo, la moto termina a media cuadra adelante pese a la pendiente que arrastra el granizo calles abajo. El conductor apurado y empapado tiene ahora el rostro inmóvil contra la chompa que la madre de la mujer que esperaba el micro le tejió, el granizo ya no es blanco, la niña ya no cuchichea, el muchacho no escucha más sus audífonos y en la pequeña cartera que estaba bajo el brazo de la mujer mojada, el celular suena, tendrá una llamada perdida justo ahora que deja de ser mañana y es exactamente medio día.
El Tarrasco