miércoles, 23 de marzo de 2011

Aceptar al Monstruo

Afuera esta el mundo, ahí no hay nada para nosotros – me dijo el profe mientras levantaba torpemente su jarrón – ¿Sabe?, muchos de nosotros éramos personas normales, hombres y mujeres trabajadores, cabezas de familia, usted me entiende: gente de bien.
Pero ahora se nota que el mundo no nos extraña, no hace mucho la policía se llevó cargando al Chino con los pies por delante. Capaz y hasta usted lo conoció hace tiempo, tenía una tapicería, hasta hacía trabajo con cuero de verdad, cobraba caro dicen; bien le iba. Pero ya ve, de eso no le quedó nada, entre la esposa que lo traicionó y los hijos que se le fueron por el mal camino, terminó sólo y borracho. Luego de varios años fallando en trabajos y perdiéndose por días terminó vendiendo el taller a su vecino, luego vendió su auto, su casa, y así poco a poco hasta su alma estaba empeñada en las licorerías.
Si él estuviera vivo le diría que le daba lo mismo. Ustedes juzgan a la gente como nosotros, sin darse cuenta que no nos importa lo que opinen. No somos gente mala, sólo nos dejó de importar todo, no le hacemos daño a nadie, hay veces que hasta por monedas hacemos trabajos pesados con tal de tener unos pesos para comprarnos el trago para el día… así de borracho uno no tiene ni hambre y la comida deja de ser un gasto.
Parecía haberse quedado dormido pero de pronto tuvo una especie de sobresalto, levantó otra vez su rostro cubierto de esa barba canosa y dijo – vos pareces un buen tipo, seguro estas por aquí de paso, no te voy a preguntar qué haces amontonado entre tanta gente sin vida porque igual ni me voy a acordar. Pero te digo, se nota que no es tu lugar, por lo menos no todavía; aun te queda ese brillito en los ojos, como de que en verdad me prestas atención, como de que todavía te importan otras cosas. Pero ahora invítame un trago de tu botella, así en botella, no importa lo que tomes, siempre parece finito.
Le llené la taza de metal de la que bebía, sintiendo una sensación de lástima por él. Yo sólo pude hacerle una mueca y me moví hacia el otro lado dándole la espalda.
La muerte del Chino era fresca, algunas imágenes de él se me venían a la cabeza en flashes; Él me había recibido en el grupo hace quién sabe cuántos años, por más que a veces desaparecía para volver a mi antigua vida, él me recibía entendiendo que estaba peleando mis batallas personales, esas que uno pelea tan tontamente antes de tomar la firme decisión de mandar, por fin, todo a la mierda.
Cuando dejé de insistir con esas macanas, con el Chino nos volvimos muy amigos y decidimos ayudar a otros a aceptar a sus monstruos... a hacer su transición.
Vimos a tantos convulsionando, alucinando y hasta muriendo entre los demás, que al final ya nos persignábamos y listo, hace unos años que ya no nos preocupaba nada, sabíamos que algún rato nos tocaría también a nosotros.
Cuando sentí que el trago me iba ganando, me di la vuelta y el profe se había dormido, me levanté para taparlo con unos cartones y su f’ullu, me tomé lo que había dejado en su vaso porque nunca es bueno desperdiciar nada y me quedé mirándolo: Pobre tipo el profe – pensé – lleva recién tres semanas aquí, todavía anda queriendo asustar a otros con la historia del Chino, creyendo todavía que puede intentar salvar a alguien de aquí con esos discursos inútiles.

martes, 1 de febrero de 2011

Como si nada


Nunca aprendí a hacerme al gil, y no es que eso signifique que sea honesto: Es un defecto natural. De niño, era el único que no huía corriendo cuando el remate al ángulo rompía el vidrio de doña Jacinta.
Y tampoco hacía falta que me señalen todos con el dedo para que se enteren que era yo el que había pasado a todo el curso las respuestas del examen de mate.
Hacerme al gil me habría servido a los 13 cuando mi viejo me preguntó furioso qué hacía una cajetilla de puchos en la mochila y le contesté temblando que estaba aprendiendo a hablar sin botar el humo.
Y hacerme al gil era lo indicado después, cuando, en el micro y embelesado por unas desconocidas y redondas posaderas adolescentes, le di un sutil codazo a mi novia que iba a mi lado y le dije: mirá!
Hacerse al gil es un artículo de primera necesidad. Más cuando se vive de impulsos y en la frecuente equivocación.
Hacerse al gil es una ciencia exacta. Un arte mayor. La expresión máxima del ejercicio del disimulo y control de expresiones fisonómicas, lenguaje corporal, presiones arteriales y supuraciones sudoríparas.
Hacerse al gil es la manifestación rudimentaria del improvisador, de la mente ágil, y la respuesta veloz.
Está claro que hay que ser muy vivo para hacerse al gil. Y yo, que nunca me hago al gil, soy evidentemente el más gil de los vecinos de mi cuadra.
Nunca aprendí a hacerme al gil. Porque se supone que este texto que devela tantos secretos vergonzosos no tenía que leerlo. No aquí. No ahora, delante de tantos desconocidos.
¡Qué gil!

Gustavo Choque Caballero

sábado, 29 de enero de 2011

La Mujer Esperando


Hay una mujer esperando el micro, en la esquina de su casa, bajo la lluvia, con su gabardina marrón, el pelo pegado a la cara, el maquillaje corrido y la cartera oculta bajo la ropa.
Se acerca el bus, repleto de gente, se detiene salpicándole muy suavemente algo más de agua en los zapatos negros de medio taco.
Sube y todos la miran, por un segundo siente ser la única persona empapada de aquel vehículo; luego se percata de que así es.
El chofer extiende la mano. Es incómodo sacar la bolsa de su refugio: debe abrir la gabardina, está bajo la chompa de lana que le tejió mamá, apoyada en el costado derecho, bajo el brazo.
En segundos sucede todo, la bolsa se abre, sale el monedero, las dos monedas cambian de propietario y el micro reinicia su movimiento.
Hay un chico con el cabello parado, los ojos cerrados y los audífonos en las orejas, ella lo mira esperando que él abra sus ojos y le ofrezca el asiento. Sucede: él la ve y está a punto de levantarse pero ella lo detiene; sería una vergüenza mojar el asiento y dejarlo inutilizable, no es una buena idea.
El muchacho se queda en su lugar, algunos curiosos aun observan a la mujer mojada del micro, una niña cuchichea con su madre asientos atrás, el micro se detiene, todos se bambolean dentro de él, el semáforo cambia, otro empujoncito y de regreso al movimiento y así varias veces.
Suben otras tres personas en la parada siguiente, nadie baja, la lluvia no mengua, por el contrario, unas calles más adelante se escucha el golpetear de los granizos en el techo. La madre abraza a la hija que rato antes le cuchicheaba al oído, la mujer se da cuenta que el agua traspasó el abrigo hasta llegar a la chompa de lana que le regaló su madre, el muchacho de cabellos parados y audífonos en los oídos la distrae, hace ademanes que evidencian que bajará en la siguiente esquina. La mujer también debe bajarse ahí.
Ambos al mismo tiempo hacen parar al autobús, se miran por un instante y por un breve lapso de ese instante ambos parecieran retribuirse con una sonrisa, pero ninguno llega a sonreír. El instante termina, ella se abre paso entre la gente del pasillo, el bus no paró al borde de la acera, la mujer baja y resbala en el granizo que arrastra la pendiente, el muchacho tira un salto y evita a penas que la mujer caiga hasta el suelo, ambos tienen los zapatos empapados ahora, comparten otra mirada instantánea, les interrumpe un bocinazo, un motociclista empapado y deseoso de regresar a casa da con ellos, el muchacho de cabello parado salpica la ventana de la mujer que tenía a su hija abrazada temerosa del ruido del granizo, la moto termina a media cuadra adelante pese a la pendiente que arrastra el granizo calles abajo. El conductor apurado y empapado tiene ahora el rostro inmóvil contra la chompa que la madre de la mujer que esperaba el micro le tejió, el granizo ya no es blanco, la niña ya no cuchichea, el muchacho no escucha más sus audífonos y en la pequeña cartera que estaba bajo el brazo de la mujer mojada, el celular suena, tendrá una llamada perdida justo ahora que deja de ser mañana y es exactamente medio día.


El Tarrasco
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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia