sábado, 23 de junio de 2007

Vendo

Fernando López Serrano

¡¡Vendo!! ¡¡Vendo!!
Vendo mi fiebre de sábado por la noche
adquiera en combo: mi red para atrapar fantasmas y mis lagañas de perro
vendo mi pantalón estilo nevadito y mi chaleco flecado de cuero
mi arete en forma de calavera y el collar de esqueleto
mi tenis de caña alta y lengüeta extra gigante
mis carpetas de matemáticas con todo el Baldor ya resuelto
mi mochila con un reloj gigante que adorna maravillosamente, que aguanta todo tipo de golpe y funciona con una sola pila
el cocacho y por ende el chichón, regalo de un cura.
tres cabellos de la zona de la patilla y el raspón de mi primer día en la escuela de fútbol.
Vendo mis días de militar mas su uniforme…eso mejor se lo regalo
vendo mis primeros latidos de escuelino enamorado
mis mañanas de carnaval y mis noches de “noche buena”
vendo la colita de mi cabello estilo “colita de caballo”
mis manillas de hippie y mis pantalones pachucos
mi melena de metalero y mis rulos de trovador
Las tasas sobre el mantel y la lluvia derramada(1)
vendo todo mi pasado y parte de mi presente a precio módico y con descuentos.
Llévese casero, llévese todo
puede probarse si quiere,
llévese joven talvez a usted le sirva
lleva mi amor, llévatelo …

…¿No?...
entonces te cambio tu doloroso “adiós” por un “no me iré nunca”…

- No.


1. Cerati, Gustavo; “té para tres”

Observada

Alejandro González Romero

Sale de casa, cruza la acera, se para en la esquina y espera a que llegue el micro. Sube, paga, mira en busca de un lugar vacío, un joven le ofrece el suyo y ella lo acepta. Pasa largo rato perdida en las imágenes que pasan del otro lado de la ventana sucia del automóvil sin ver ni una sola vez al chico que tan caballerosamente le había dado un lugar donde sentarse.
Al fin llega a su destino, baja en la plaza oscura se sacude la falda porque se le hizo un doblado a la altura de la rodilla. Se percata de que uno de los tiros de su zapato está desamarrado, entonces se agacha para atarlo y de repente, se siente observada por alguien.
Se da la vuelta pero no consigue ver a nadie, termina de incorporarse mira el reloj: aún es temprano.
Se sienta en una de las bancas de cemento que hay en esa plaza y enciende un cigarrillo pero de pronto se vuelve a sentir observada y desliza el cigarrillo a un lado de su cuerpo para evitar que sea tan notorio, no vaya a ser que sea algún pariente suyo, uno nunca sabe, un tío, un primo tal vez; no hay que descartar la posibilidad de que el padre o la madre podrían estar por ahí, quién sabe con que razón.
Es sin duda un fastidio no poder fumarse un cigarrillo con tranquilidad, tener que estar pendiente a que nadie la vea, bueno, nadie que podría ser un problema. Debería poder fumar abiertamente, si al fin y al cabo, fumar no es nada, reniega del hogar en el que le tocó vivir pero deja de atormentarse conforme su cigarrillo se consume.
Desde hace un buen rato que ha dejado de sentirse observada, eso la tranquiliza, además la noche está a punto de tomar dominio completo, una pequeña lucecita aún refulge detrás de la cordillera pero ya es un vago fueguito que no puede opacar más a las estrellas que ya dominan el firmamento.
Vuelve a mirar el reloj, ya sería hora de que llegue pero ella aún se ve sola en aquel banco frío, los niños más rezagados pasan corriendo hacia las casas de ese barrio, regresando de la escuela atrasados por las distracciones cotidianas: las pepas, los tilines; con las manos aferradas a los tiros de la mochila que rebota en la espalda a causa del trote.
Un perro se le acerca meneando la cola y a ella no le disgusta algo de compañía, pero tan pronto lo comienza a acariciar, siente con más furia la aguda mirada de alguien, la presiente hacia el lugar donde para el micro, está convencida que viene de ahí pero no hay nadie, ni el dueño o dueña de la mirada, ni la persona a la que ella espera. Sólo está el perro que ha dejado de menear la cola y da un par de ladridos dentro de su boca antes de correr tras una jauría que persigue a una hembra sin duda en celo. Ella ve la comparsa, el más grande por delante persiguiendo a la pequeña imitación de pastor alemán, repartiendo mordiscos y gruñidos cada tanto a los otros perros que osan acercarse demasiado a la hembra – así pasa siempre – piensa mirando la escena pero con la cabeza más metida en las grescas que ella misma ha provocado un par de veces en su colegio, dejando que sus pretendientes de momento de partan la cara a puñetes a la salida del colegio.
La mirada no ha cesado desde que comenzó a ver a los perros, las mejores miradas no se detienen nunca, o pareciera que no piensan hacerlo, pero a ella la han dejado de mirar, desde que ha llegado esa chica nueva a la clase ya no la miran tanto como antes, pero ella tiene otras estrategias y al final consigue siempre algo de atención. Sin embargo, extraña la estelaridad de las noveluchas que se forman en el colegio, el deseo encontrado de dos o más amantes que la persiguen y la miran, y la miran y no dejan de hacerle sentir observada y deseada. Piensa en eso y no puede evitar desabrocharse un botón de la blusa con la esperanza de que la mirada persista. Pero sólo queda la noche, la mirada se esfumó hace un par de minutos.
Y la persona a la que espera está atrasándose mucho, quien sabe y se desanimó, tal vez lo haya atrasado el tráfico, hay que tomar en cuenta las distancias, pero bien, de seguro llegará pronto; por ahora le queda un cigarro, están aun los perros dándole vueltas a la perra y regando el lugar con gruñidos y tiene esa sensación de que la miran de rato en rato, con eso le basta por ahora.
Cruza las piernas y las aprieta: la mirada ha regresado, más intensa, más provocativa. Enciende el último cigarrillo que le queda y se muerde los labios tras cada bocanada. Se despierta, se excita, se despabila; la mirada la llena de confusión, no sabe si la reprende o la admira; si la repudia o la desea. Como quiera que sea, la sensación es fuerte, libera las piernas y pone ambas manos sobre el banco y sube una de las piernas hasta darle la vuelta para quedar como montada sobre un caballo. La falda ha subido a una cuarta de la rodilla, ella lleva la cola para atrás y saca pecho, levanta un poco el cuello y sonríe sintiendo esa sensación de ser observada. La blusa es desabrochada nuevamente, sabe bien que sus pechos ya son maduros y se enorgullece de su tamaño y forma, era buen momento para exhibirlos.
¿Qué haces? – le dice la voz de la persona esperada – ella lo mira y le pide que vayan pronto a su cuarto, que lo estuvo esperando mucho tiempo y se había imaginado muchas cosas; lo anima, lo despierta, lo excita, ambos invaden la cama con un hambre lujuriosa que no logra ser satisfecha por ella debido a la edad y falta de experiencia de su amante. Pero nada importa, ni siquiera si la mirada que la perseguía no era real, la sensación de haber sido deseada y observada es más que suficiente para ella.

martes, 12 de junio de 2007

Yo no quería partir

JuanPedro Debreczeni Aillón

Esa noche habíamos estado bebiendo en una fiesta organizada por los amigos de mi esposa. Si bien yo no conocía a ninguno de ellos, parecía haberles causado una buena impresión. Cuando hablaban conmigo una mirada escrutadora acompañaba su charla, según mi criterio estudiaban todos mis movimientos, gestos y actitudes; evidentemente lo hacían por tratarse de un círculo de amigos psicólogos. De todas maneras, yo estaba bastante acostumbrado, ya que mi mujer también formaba parte del distinguido grupo de profesionales. Como decía, la fiesta se desarrolló en un ambiente interesante, en medio de una gran variedad de licores selectos y otras sustancias, (estas ultimas controladas). Aunque yo no engranaba mucho en los temas que se trataban, hacia el intento por adaptarme y sólo opinar después de analizar profundamente lo que iba a decir. A pesar de todos estos detalles, no puedo negar que me sentía a gusto en medio de todas esas personas, claro que la presencia de mi mujer ayudaba mucho, ella siempre tratando de acotar algo para que yo pudiera entender e inmiscuirme más en el diálogo común.

Recuerdo que ya era bastante tarde cuando el decoro de los amigos de mi esposa se fue evaporando. Parecía que la combinación explosiva del alcohol y otras drogas, empezaba a hacer de las suyas entre los participes de la reunión. Todo se tornó confuso y yo sufría de muchos mareos, por lo que permanecía sentado en un sofá, aferrado con una mano del brazo del mueble y la otra en la muñeca de mi compañera. Sin embargo, ella parecía inmutable, como protegida por un blindaje contra los efectos de las drogas consumidas. Yo la veía como a través de una membrana plástica y apenas podía distinguir su rostro, lo más claro en ella eran sus interminables carcajadas. Estaba ahí, en una especie de trono bastante alejado de mí, en realidad encima de mí, no obstante, yo sabía que ella se encontraba a mi lado porque podía sentir las pulsaciones de sus venas en la muñeca.

Creo que todo el caos que tenía lugar en mi cabeza aturdió demasiado mis neuronas y si no estoy equivocado terminé rendido durmiendo en el sofá. Puedo llegar a evocar ese breve sueño placentero; yo recostado en el sofá, con la cabeza en las faldas de mi esposa, sosteniéndole la muñeca, mientras ella acariciaba mis cabellos, velando mi sueño. En algún momento llegué a pensar que no estaba soñando, que ella en verdad se había quedado a mi lado, pero no fue así; porque cuando abrí los ojos impulsivamente, ella no estaba a mi lado. Entonces me incorporé con dificultad, y después de reconocer y reconstruir mi entorno, me percate que frente mío estaba una pareja haciendo el amor de una forma salvaje, obviamente sin importarles mi presencia. No podía reconocer quiénes eran los impúdicos, ya que la mujer estaba cabalgando sobre el tipo y únicamente me mostraba su espalda bañada por una larga cabellera.
Por un momento me invadió el pánico al pensar que podía tratarse de mi esposa por la similitud del cabello, pero en ese instante ella, mi esposa, se fue aproximando desde el fondo de un pasillo oscuro. Llegaba sonriente, despeinada y desordenada. Antes de acercarse hasta mí, se plantó al lado de la pareja. Mientras los miraba con detenimiento, ansiosa se mordisqueaba los labios. Realmente parecía disfrutar lo que sucedía, era como si también a ella la estuviesen penetrando. Yo trataba de llamarla para que se siente a mi lado y me explique que carajos era lo que estaba pasando. Sin embargo, algo le pasaba a mi lengua que no podía coordinar su labor con los dientes, es por eso que solamente podía mover los labios en una especie de fono mímica.
Al final, ella se posó a mi lado y miraba mi rostro con extrañeza, como si fuese un desconocido. Entonces el habla volvió, y pude comunicarle mi preocupación, mi deseo de irme ya, escapar de todo ese despelote psicodélico. Ella seguía riendo, yo no podía soportar más, entonces vociferé con ímpetu y solamente así ella dejó de reír para ponerse muy seria y aparentemente enojada. Me tomó del brazo con mucha fuerza hincando sus uñas en mi piel. Prácticamente me arrastró hasta la salida de la casa.
Yo le sugerí que tomáramos un taxi, pero ella insistió en volver a casa caminando ya que no estaba muy lejos. No tuve la voluntad para oponerme, así que me deje llevar como un niño a la escuela.

En el último tramo, antes de llegar a la casa, faltando una cuadra, ella cambio de actitud y la risa poco a poco se fue apoderando nuevamente de su rostro. Mientras tanto, yo sentía en los zapatos constantes crujidos, eran vidrios, cuantiosos vidrios desparramados en la calle, que dificultaban mi andar. Le pedía a mi esposa que me sostenga con fuerza para no caer. Contrariamente, en forma gradual, ella fue soltando mi brazo hasta que terminó por dejarme solo en medio del mar de vidrios. Mientras, ella se adelantaba entre carcajadas. Lo último que vi fue la cola de su vestido que, al igual que ella toda se adentraba en la casa, unos cien metros más arriba.

Traté de moverme, pero las piernas ya me temblaban por el esfuerzo y en el momento en que intentaba acomodar el pie izquierdo caí. Caí con todo mi peso y de frente sobre esa cama mortífera.

Mis atontados sentidos recobraron sus capacidades y entonces sentí el dolor, ese daño que se agudizaba en mis rodillas, la quijada y sobre todo en las manos. De repente, la transparencia del piso se fue tiñendo con mi sangre. Al ver que fluía sin parar, un llanto compulsivo se apoderó de mí.

Con mucho esfuerzo me puse de espaldas para protegerme con el saco de los filosos cristales, y ayudado con los codos y talones comencé a reptar hasta salir de aquel océano letal.

Cuando finalmente conseguí alcanzar un lugar seguro, logré apoyar mi cuerpo y sentado observaba con espanto mis graves heridas, mientras el llanto y los gemidos no cesaban. Había dejado una huella sangrienta como muestra de mi martirio.

La sangre no dejaba de brotar, sabia que en cualquier momento me desmayaría, aferrándome de la abrazadera de una puerta conseguí incorpórame, tuve que hacerlo con ambas manos, ya que estas habían perdido su habitual fuerza, sólo algunos dedos respondían a mis ordenes. Ya de pie y bajo la luz tenue de un poste, pude observar mejor mis lesiones: Mis rodillas tenían el aspecto de cataratas que arrojaban grandes cantidades de sangre, la tela del pantalón, desflorada ayudaba a que la corriente siga su curso hasta llegar a mis pies. Mi quijada, aparentemente se había partido, y provocaba un dolor que, entrecortado subía hasta mi cabeza. Lo que más me espantaba eran mis manos que parecían llevar puestos unos guantes rojos, la sangre iba formando charcos en las palmas de mis manos, los excesos que ya no cabían, se filtraban por mis antebrazos. Esos hilos escarlatas llegaban hasta mis codos y luego caían inminentemente hasta el piso. En un acto frenético sacudí mis manos y éstas lograron limpiarse un poco. Pude ver con claridad el color blanquecino de varios tendones, algunos sueltos como hilachas, ya inútiles. Otros a punto de reventarse. Yo intentaba cerrar las manos y apretar los puños, sin embargo, sólo cinco de mis diez dedos respondían, los demás reposaban inertes.

Apoyado en los muros pude desplazarme poco a poco, mientras los mareos volvían a cada momento, debía llegar a la casa. Era mi salvación.

Al llegar, desfalleciente pude sostenerme en la verja de la casa, el timbre no servía. Empecé a gritar pidiendo auxilio y llamando a mi mujer, no respondían, nadie salía. El llanto volvió a invadirme. Entonces, por la puerta interior apareció ella, estaba prácticamente desnuda. A pesar de mi penosa situación, se fue aproximando con mucha lentitud. Llegó frente a mí y se agachó un poco, con admiración se puso a observarme como si fuera un insecto que nunca antes habría visto. Le reclamé por su actitud indiferente y mostrándole mis manos flageladas le suplicaba para que me ayudase. Mi esposa estiró la mano a través de la baranda y tomó mi brazo derecho para acercarlo a su rostro. Después de observar con impasibilidad mis ulceraciones, identificó entre la sangre medio coagulada uno de los tendones a punto de desgarrarse. Con sus uñas lo separó de las costras y en un cambio repentino, su rostro dibujó una mueca salvaje, estiró el ligamento brutalmente hasta terminar de arrancarlo. Grité, grite con las últimas fuerzas que me quedaban. Entonces volví a caer y antes de perder el conocimiento pude distinguir al padre de mi esposa que afanadamente habría el portón. Era médico.

Cuando abrí los ojos, distinguí mi entorno, estaba en una ambulancia. Mi suegro yacía al lado tratando de reconstruir mis tendones, mientras un paramédico suturaba las heridas de mis rodillas. De repente el vehiculo frenó, y las puertas del ambulancia se abrieron. Un par de enfermeras, estiraron la camilla y me guiaron hasta un recinto cubierto de azulejos blancos, todo era blanco. Me duele mucho, decía. En eso apareció nuevamente mi suegro. Me dijo que necesitaba con urgencia una transfusión de sangre. Tengo sangre de tipo A positivo, le dije casi murmurando, él contesto que no, que yo era B negativo. No era cierto, desde niño yo sabia que era A, mi madre siempre me lo había dicho. Entonces el padre de mi esposa dio órdenes a las enfermeras para que me hicieran la transfusión con sangre B negativo. Volví a gritar: ¡yo no soy B!, ¡no lo entienden! ¡Soy A!, ¡van a matarme!. Las enfermeras me amarraron a la camilla.

En mi impotencia vi cómo introducían la aguja en mi brazo y luego la venenosa sangre que lentamente iba ingresando en mi torrente.

Apenas podía mantener los ojos abiertos y el hablar era imposible, mi lengua estaba adormecida. Volvieron a mover la camilla y me llevaron por una serie de pasillos.

Mis amigos, mi madre, la familia, estaban todos allí. No faltaba ninguno. A ambos lados de los corredores, me iban despidiendo con un saludo, moviendo sus manos abiertas de izquierda a derecha. Nadie decía nada sólo movían las manos, sus gestos eran vacíos. Cuando dejé de verlos, las luces fueron disminuyendo su intensidad, opacándose. El pasillo se fue oscureciendo más y más. Al final dejé de ver, la oscuridad absoluta me rodeaba, nada se distinguía.

El dolor ha desaparecido al igual que mi cuerpo. Ahora, sólo siento una gran pena y mi presencia flotando en las tinieblas.

Espera


Fernando López Serrano

Estaba sentado en mi sillón, mirando la ventana desde un rincón, la luz de la calle iluminaba apenas un pedazo de mi piso de machimbre, el andar cansino y torpe del alguien en la calle hacia un poco de ruido provocando ladridos en los perros del barrio.

Un fuerte golpe en la puerta de la casa del frente me inquietó un poco, así que me levanté para ver que o quien podría ser.

Allá voy -decía – ya voy, ya voy- decía cada vez que alejaba la botella de la boca; era un muchacho mayor que yo, o al menos así parecía; se había sentado en la grada que tiene la puerta de la casa del frente. Con las piernas abiertas y los codos apoyados en sus rodillas, colgaban las manos y de sus manos el cuello de una botella semivacía y cigarrillo.

Ya voy-decía, solo que cada vez aumentaba el lamento en su voz, por momentos un menudo sollozo interrumpía el soliloquio.

Intentó pararse pero su embriagues y su pena eran tan grandes que las piernas no soportaron el peso, haciendo que choque con fuerza su espalda en la puerta y chorreándose como agua tomó otra vez su posición anterior.

Metió la mano dentro del bolsillo de su chamarra mientras carajeaba y mandaba a la mierda a todos, saco un arma y ¡pum!, ahí mismo un sonido seco como de un picotazo al barro, su cabeza torpemente golpeó el piso mientras su sangre se ocupó de matizar la escena, manchando la puerta, las paredes y la acera; de la botella se derramaba las últimas gotas que ya no pudo tomar.

Desde mi ventana se ve todo, miré hasta que su pié dejo de sacudirse, los perros fueron los primeros en olfatear la tragedia, las luces de las casas vecinas se encendieron de a uno, cuando sentí que tocaron la puerta salí para ver quien era y al abrir era mi hermano, con la ropa sucia, la cara llena de un barro guindo, y con un hueco en la cabeza.

Decepcionado, me sentí muy decepcionado de él, no por el balazo que se dio: al fin ese era el plan y el único medio para entrar en nuestra casa, solo que debía haberse matado aquí dentro así como yo lo hice, así que le cerré la puerta y camine hacia mi cuarto con las luces de la ambulancia y la policía alumbrando mis paredes.

Aún estoy sentado en mi sillón, mirando la ventana desde un rincón, la luz de la calle ilumina apenas un pedazo de mi piso de machimbre.

Divagando en las fábulas de Esopo

Dario Torres Urquidi


La pulga y el buey

Página 64


Un día la pulga preguntó al buey:

¿Qué te ha dado el hombre para que, fuerte y valeroso como eres, le sirvas diariamente?. Yo, en cambio pico sin compasión su carne e ingiero su sangre a boca llena.

Hasta aquí. Para seguir adelante con la fábula, tenemos que aceptar que las pulgas saben hablar, y en éste caso el idioma español, pero para no pecar de mentes cerradas debemos aceptar también que pueden hablar otros idiomas, esto dependiendo del entorno en el que desempeñan su vida diaria, porque si no pudieran hablar, ¿cómo se hubiesen comunicado con Esopo?

Y tampoco nos quedemos solo en las pulgas, porque aquí menciona que los bueyes también saben hablar, aseveración que acepto pese a mis prejuicios de que los bueyes son unos estúpidos. Este fenómeno debe abarcar límites insospechados por lo cual se puede llegar a la conclusión de que cualquier ser viviente que tenga contacto con la raza humana, mi raza, llega a aprender y utilizar nuestro idioma, concepto que me llena de alegría y satisfacción, porque es la primera vez que en mi calidad de tercer-mundista clase media baja formo parte de una monopolización, la monopolización del idioma, y esto hay que agradecer a la raza humana, porque también me permite sentir por primera vez, el poder entre mis manos, como los imperialistas, los de verdad. Se siente bien, me siento más grande, incapaz de cometer un error, mas cerca de mis hermanos, los humanos, y hay que aceptar que estamos en una posición cómoda, casi opulenta, entonces si somos relativamente los dueños del horizonte deberíamos ayudar a los demás, porque no ayudar a las pulgas por ejemplo, pobrecitas tan chiquitas e indefensas, seres inferiores que no tienen la culpa de haber nacido pulgas, hay que socorrerlas, darles una mano para que se superen, ahora que saben nuestro idioma, debemos apoyarlas pero sin olvidar que su desarrollo tiene que ir paralelo al nuestro, por así decir, porque nosotros somos una raza superior, capacitados para desarrollarnos y aprender de una manera mas eficaz, mas veloz y por eso la responsabilidad de enseñar a los ignorantes cae sobre nuestros hombros; los humanos.

Por lo tanto creo que lo mejor que podemos hacer, es darles algo de platita, apoyo monetario, es de lo que estamos hablando, pero como dice ese sabio refrán, es mejor enseñar a pescar y no dar pescado comidito no?.

Entonces lo que vamos a hacer es darles un préstamo. Si. ¡Qué buena idea! Yo me voy a encargar de eso, pero primero debo terminar de leer ésta fábula.

Bueno, estábamos en…

¿Qué te ha dado el hombre para que, fuerte y valeroso como eres, le sirvas diariamente?.

…¿Se dan cuenta? Eso es lo que nos pasa por tratar de ser humanitarios. Claro, era lógico, de tantas pulgas alguna debe nacer inteligente, y ahora ya no se conforman con el préstamo, ¿a qué aspirarán? ¿Querrán ser como nosotros? ¡Qué desfachatez! Pero lo preocupante es que tienen a su merced a los estúpidos bueyes, y ahora seguro ya quieren hacer una revolución, claro, malagradecidos, encima de que uno es bondadoso y piensa en ellos , les da dinero, piensa en su bienestar, ¿y como nos pagan? Se atreven a dudar de nuestra metodología para manejar una raza, como si fuera algo nuevo para nosotros. ¡Desvergonzados!

Pero tengo que analizar la situación, porque tampoco voy a mandar a matar a esa pulga, porque me sirve, además no quiero crear mártires, a fin de cuentas es una ignorante mas y le perdono, porque soy benevolente, soy la raza superior, soy como el hermano mayor, mas que un hermano vendría a ser como su tío, lo que debería hacer es compadecerme…si… pobrecita, su ignorancia la corroe, pero como siempre voy a tener que enseñarles a manejar ésta situación, voy a tener que convocar al rey de las pulgas para que hablé conmigo o uno de nosotros, y explicarle que lo que esta queriendo hacer es una revolución, y que eso no estaría nada bien, para ellos, porque ellos serían los más perjudicados pero, mejor sólo le digo que si no hace caso ya no le voy a dar más platita. Y también cuando termine la reunión, voy a tener que hablar con los míos, o sea ustedes mis hermanos, y pensar en posiciones más drásticas, porque yo creo que a la larga vamos a tener que poner a nuestra pulgita en el poder, así ya no va a existir ningún tipo de levantamiento, porque nuestra pulgita nos hace caso, porque nosotros la educamos, la civilizamos desde muy joven, con nuestra sangre con nuestros métodos, y con ella en el poder vamos a poder cuidar mas de las pulgitas. Y de los bueyes ya no me preocupo, me quedo tranquilo porque mientras les de comida van a hacer lo que yo quiera; entonces todo solucionado y continuo la fábula…

Yo, en cambio pico sin compasión su carne e ingiero su sangre a boca llena.

¿Ven? No, no, esto no puede continuar así. Nada, está decidido voy a poner a mi pulgita al poder, esta pulga revolucionaria cree que nos toma el pelo y encima se jacta de que vive de nosotros, lo peor es que en cierta manera tiene razón, pero no podemos permitir que se de cuenta, voy a tener que castigar a esta pulga pero no debe ser la única voy a tener que hacer un análisis de cuantas pulgas ya están infectadas con esta idea y no me queda mas remedio que separarlas, exiliarlas, para que no se hagan daño, es por el bien de ellas, sino acabarían matándose entre ellas. ¡Que pena!, las decisiones que hay que tomar para que una cultura crezca. Pero bueno, paciencia, mejor continuo con la fábula...

Respondióle entonces el buey:

Estoy agradecido a los hombres, pues éstos me aprecian y me cuidan, restregándome con frecuencia la frente y las espaldas.

¡Eso esta bien!. Es lo que les digo, por ejemplo los bueyes forman parte de una raza que nos ha costado criar, y ellos están conscientes que sin nosotros no estarían donde están, y ellos también nos deben platita, pero los pobres sólo nos pueden pagar los intereses, pero como tíos sabemos entender, y no nos importa, con que nos paguen algo esta bien, al fin y al cabo, así es mejor, así siempre los vamos a tener de aliados, van a estar a nuestro lado para que les apoyemos, no importa el dinero, yo les daría mas, sé que no me van a pagar, pero en realidad tampoco necesito, me basta con escuchar que ellos saben que cuando les restregamos la frente es nuestra manera de impartirles nuestra educación y no les permitimos que piensen otra cosa para que no se hagan daño como esa pulgita descarriada y así como dice el buey también les restregamos la espalda porque sino fuera por nosotros no tendrían trabajo, o estarían desperdiciando su vida trabajando para ellos en vez de trabajar para nosotros. Bueno, para terminar la fábula.

Ah amigo –siguió insistiendo la pulga- ese restregamiento que tanto te gusta es para mi la más grande de las desventuras, cuando por casualidad me atrapan con sus manos.

Bueno, todo tiene su límite. Pero antes de decidir la forma de aniquilar a esa pulga de mierda… Creo que le dijo amigo no? Ah amigo…siguió insistiendo la pulgita…cosas así no? Entonces, los bueyes también están metidos en esto, ya se puede decir que son camaradas, pobres bueyes, ya han sido infectados por este virus de revolución, pobres bueyes por burros pagan, digo por bueyes pagan, porque los burros nos siguen al pie de la letra no hay que quejarse de ellos, pero no se que hacer con estos bueyes porque son mas grandes que las pulgas se notaria una desaparición de raza, no puedo hacer algo tan drástico, con ellos hay que ser mas paciente, talvez una colonización algunos de los nuestros disfrazados de bueyes, si…pero eso después mientras tanto hay que seguir educándolos y darles más platita para que se queden callados, se aturdan con los intereses, y hay que mantenerlos aturdidos, si, eso hay que hacer, ahora con las pulgas, ¡esa pulga revoltosa!… pero ya no debe ser una deben ser varias insisto ya debe ser todo un movimiento, voy a tener que mandar a alguien.

Pero haber, todavía no renegare, a ver que dice este Esopo con la moraleja.

Los vanidosos se dejan confundir hasta por un tonto.


¿Quién es el vanidoso? ¿Quién es el tonto, carajo? ¿Nosotros? No entiendo. Seguro debe ser un mensaje codificado, yo sabía, éste Esopo estaba metido en esto, estaba claro. Por eso, por eso, por eso me mandaron a leer esta fábula, por el bien de ustedes de mi raza, este texto representa un peligro para nosotros, y ahora que caigo en cuenta, me dirijo a ustedes eslabones débiles, les aconsejo por su bien que no lean este tipo de panfletos trasformados en fábulas, porque a ver ¿quién de ustedes sabe del paradero de Esopo? ¿Nadie no? Ven, ven mis superiores se encargan de los protectores de animales, y de todos estos revoltosos, o sea que diríjanse con cuidado, porque les estamos vigilando, vamos, vamos dispérsense, ya dejen de leer.


El aroma de la lluvia

Alejandro González Romero


Después del sexo hay un olor como a lavandina y tarwy que se impregna en todo el cuarto, ¿sientes? – me preguntaba ella. Yo siempre asentía con la cabeza. Recuerdo que la primera vez que me preguntó a cerca del olor después del sexo yo no atinaba con el aroma comparable. Me parece que no supe describirlo hasta que ella lo comparó con el olor a lavandina suave. Y bueno, ella en su clínica estaba constantemente en contacto con la lavandina y tal vez por eso pudo encontrar la similitud, pero lo del tarwy si fue una analogía elogiable a ella y su sensibilidad olfativa.

Yo siempre me jacté de tener buen olfato pero nunca me había preguntado a qué podía compararse el aroma postamatorium, claro que después me volví a interesar en ese sentido específico y procuré recobrar mi sensibilidad. Comparaba todos los aromas, andaba con la nariz abierta de par en par y concordé en muchas ocasiones que no había peor aroma que el humano. Pero no todos los aromas humanos son desagradables. Fuera de su perfume ella olía bien, y no era un halo que provenía de su cabello, era su piel, su sudoración misma, había como un delicioso aroma que salía de sus hombros, de sus rodillas. Por eso se que no todos los aromas humanos son desagradables, no se bien como especificar cuales no lo son porque en realidad se que son presencias mnémicas difícilmente explicables sin entrar a desagradables comparaciones.

Pero hay cosas que dependen del gusto de cada persona, y en cuestiones del sentido del gusto hay otra cantidad infinita de variedades, como con todos los sentidos creo; aun recuerdo: “me gusta que me roces por ahí con el dedo”… que bien se estaba escuchándola disfrutar; y viéndola también: ella con los ojos cerrados y la nuca estirada hacia atrás, cambiando su rostro natural de ángel inocente por el de la mayor de las gozadoras; ¡qué placer!

Hasta el sabor del agua varía de una casa a otra, es distinto. En mi casa el agua sabe a metal porque tenemos un tanque rojo y metálico en el que se almacena el agua, por esto de que sólo a determinadas horas consigue trepar desde el centro. Es además un poco más salada pero eso no lo puedo explicar.

- Es raro escucharte hablar sobre el sabor del agua – me decía ella – porque se supone que el agua es insabora, incolora e inodora. Entonces le pedí que intentara descubrir su diferentes aromas, haciendo elogio a su buen olfato. Después de eso reímos mucho haciendo distintas pruebas de sabor y olor, tocamos las puertas de algunos vecinos de cerca de mi casa probando y oliendo, primero oliendo para evitar que mi boca dejara más o menos evidencias de su presencia e hiciera variar los diagnósticos de mi acompañante. Luego seguimos riendo mucho e hicimos el amor en mi cuarto como era normal todas las tardes.

La música produce fuera de su efecto auditivo cierta sensibilidad táctil, es también extraño de explicar, como los escalofríos que producen ciertas escenas de teatro, donde miras y escuchas pero sientes que alguien te tocó por detrás de la espalda, como el erizar de bellos que me causaban sus uñas clavadas en el dorso, como el aroma a jazmines recién regados o ese mismo olor caminando por la calle Dalence, bajando de su casa por la noche, mezclado con unas lágrimas apuradas tras nuestras eternas discusiones. Y no era la pestilencia del amor, porque el amor huele a otra cosa, es pestilente, es demasiado humano, penetrante, entrometido. Siempre he preferido el olor de mis lágrimas al hedor de mi querer.

Esto me recuerda que durante otro de esos días interminables en mi casa, retomamos el asunto del sabor del agua y me preguntó a que sabía el agua en su casa, estuve a punto de decirle que sabía a pasión, que sabía a sal de su cuerpo, que tenía el sabor parecido al de su aroma y que sin duda su olor provenía del agua que tomaba en su propia casa, pero de seguro no iba a entenderme; pocas veces lograba comprender lo que le decía. Pero la verdad es que el agua de su casa era algo adictivo, como el agua que sale del grifo que hay en la pared externa del coliseo de mi antiguo colegio. Es agua salada, como absorbida de la tierra, como sacada con sumidora del barro, eso es, como muy mineral y muy de raíces de agrios árboles que no dan ni flor ni fruto.

En casa de un amigo, el agua siempre parecía agua hervida, desabrida, como privada de su vida, como impregada del gas que se desprende de las garrafas y es conducida a la hornilla a través de una manguera oscura y sucia por dentro. En su casa era insoportable tomar agua, ni siquiera con el gusto de pegar el hocico a la pila del lavamanos era algo aceptable. Nunca le dije que me desagradaba el agua de su casa pero por lo regular no aceptaba quedarme a tomar el té con él porque sabía que se trataba de esa misma agua muerta.

El agua de lluvia en cambio es lo mejor que he probado, el agua que se acumulaba en las rocas del Monte Obispo, allá por la quebrada del Churu que también tiene agua deliciosa. O el agua que chorrea de las hojas limpias de los árboles de la plaza. Entre la cuarta y la quinta lluvia del año pasado la llevé para tomar agua de árbol. Ella abría la boca y yo le daba de patadas a los troncos de los árboles frondosos para que dejaran caer las gotas de sus hojas ya lavadas en su boca – Recién entiendo lo que dices con relación al sabor del agua – me dijo – pero no es lo mismo comparar las gotas de lluvia con el agua que de las cañerías y los canales de no se donde llegan a la ciudad para todas las casas, es la misma agua la que llega a tu casa o a la mía.

Yo que se por qué me parece distinto el sabor del agua de aquí o de allá pero se que no sabe igual, el agua sabe diferente de una casa a otra, estoy seguro.

El olor que la tierra desprende tras la lluvia es siempre el mismo, sin importar el tipo de hierbas que haya tocado a su paso, porque estoy hablando de la tierra y su aroma, desgajado, simplificado del olor adyacente de lo vegetal. Es como la sutileza extractada del colosal olor de los cañaverales cerca del Río Chico allá en Camargo. Ese penetrante aroma a piedra mojada, a piedra mezclada con tierra, a ripio humedecido, a arena mojada con agua sacada del grifo ese que está en mi antiguo colegio.

Ahora que en mi cabeza se dibuja otra vez su imagen debajo de mi, ahora que rememoro la sensación de sus muslos rozando mis piernas y ese olor a sexo indescriptible sin las analogías que ella hizo, recuerdo que su voz era desagradable. Bueno, por lo regular, cuando acababa de despertar o estaba somnolienta era hasta arrullante su serie de frecuencias y tonos, por eso me encantaba llamarla por las noches para hacerla despertar. También durante la pasión su vos se transformaba en melodía, pero no después, si no era por las noches durmiendo en su cuarto o en el mío, o durante la mañana mientras nos desperezábamos tomándonos el tiempo para inciensar a nuestro modo el ambiente, su voz no era agradable, era un algodón de azúcar, meloso y rosado, de contextura incierta, de una infamia similar al del paraguas que busca romper sus propios brazos cuando no llueve para ser inútil durante la época de lluvias.

En octubre, cuando comienza a desprenderse del suelo ese aroma a tierra mojada por la lluvia, siempre pude sentir que estaba a punto de granizar. El aroma bajaba del cielo, se descolgaba de las nubes pegoteado a algunas gotas que enviaban claramente el mensaje aromático – está a punto de granizar – le decía mientras mirábamos el largo jardín de la casa – va a granizar dentro de un rato mas, ¿me crees?

Ya en ese tiempo ella solía mirarme sin decir nada, y hasta me resultaba agradable su silencio que me libraba de lo pestilente del tono de su voz fuera de sueño o sexo.

Las granizadas comenzaban al poco tiempo que lo pronosticaba y ese año decidí combinar sensaciones de todo tipo antes de decirle adiós.

Le acariciaba el cabello mientras miraba las vellosidades en su espalda baja. Miraba sus pequeños pelitos moreneando la entrada hacia su pantalón, hacia sus glúteos y esa gloria de verlos desnudos con un ojo mientras con el otro insistía en ver su rostro de virgen violada. La ventana abierta dejaba entrar el aroma a granizos enormes, a tierra mojada, a jazmines recién humedecidos, que se mezclaron a esa amalgama de tarwy y lavandina. Decidí estirar la lengua para alcanzar un poco del sabor de mi sudor, que siempre fue muy parecido al de mis lágrimas. Entonces todo se entrecruzó; sus sonidos embelezados con el ruido de la calamina golpeada por los granizos y la frecuencia que le provocaba el placer; el aroma a sexo, granizo y hierbas; el sabor a lágrima feliz y la visión suya de espaldas a mi, su desnudez, la luz tenue de una tarde lluviosa, el gris del cielo colándose por el techo de la casa del vecino, su pelo enredado en mi mano, sus manos apretando la almohada y su rostro de juguete para adolescente varón.

Me dieron ganas de vomitar, todo tan mezclado se parecía al sabor del amor, a esa sensación táctil de humanizarse al grado de ser un cúmulo de hediondez. Su voz fuera de goce irrumpió en un “basta”, entonces de la suavidad de su pelo mi mano pasó a la humedad de sus gargantillas de cuero, un rayo impregnó el lugar con un aroma eléctrico a chispas en los cables de luz, a hedor de goma quemándose. Luego el trueno, el granizo que había parado de martillar la calamina, los jazmines asesinados por la golpiza del cielo, su piel más clara y el movimiento sobre un cuerpo frío.

Por eso decidí mudarme ahora que pasó la época de lluvias, el jardín huele a ella, la tierra ya no desprende el mismo aroma allá por donde están los jazmines, lo único bueno es que se que donde vaya estaré bien, eso si: no podría irme a otra ciudad… sólo en Sucre, la lluvia tiene aroma.

Día de lluvia

Daniela Peterito Salas


Tuve que matarlas con las manos. Ahora me brillan los dedos, esa delgada capa iluminada y brillosa me cubre hasta los codos.

Anoche llegué corriendo, aseguré la puerta –ellas saben que las odio– la lluvia que en el día me permite tranquilizar los sentidos, el agua que apacigua con su adormilado movimiento todas las marañas de la cabeza, en la noche se vuelve cruel desgracia que moldea mis miedos.

Cuando recién llegué a la casa no me di cuenta de lo que sucedía, empecé a secarme el cabello y a sacudir mi ropa húmeda, de un momento a otro sentí la lluvia y su sonido me invadió como un golpe en la cabeza, recordé todo el dolor que me habían causado y con furia arrojé mis cosas al piso para liberarme las manos y poder llegar hasta donde estaban.

Encontré a la primera en las gradas, titubeé un poco al principio, pero presioné hasta que sus líquidos se dejaron salir por la violencia, el asco se apoderó de mi pero finalmente la arrojé contra el piso, la escena era asquerosa, seguí subiendo las gradas y casi llegando al final encontré una más, hice lo mismo. En unos cuantos segundos había cumplido con mis intenciones.

Viven bajo mi cama, detrás del ropero, entre la rendija de la ventana, detrás de mis cuadros, en los cajones del final, entre la alfombra y el piso, comen de mi humedad –no pensaba llorar tanto. Después de haber matado a dos sentí tranquilidad, ya quería irme a dormir el suceso me había indispuesto pero recordé que los días de lluvia son sus favoritos, recordé que se reúnen en el patio en cuanto empieza a llover en las noches, salí, y aunque hubiera podido llevar algún objeto que me ayudase a ejecutarlas preferí destrozarlas con mis manos –tenemos un odio mutuo–, ningún objeto podría ser una extensión de mi cuerpo capaz de reflejar la rabia del momento.

Tuve que tomar en mis manos sus viscosos cuerpos, contuve las tripas y forcé a mi espalda a no obedecer a los espasmos de asco que me daban, de rodillas en medio de los charcos hechos por la lluvia y con las gotas chocando en mi cuerpo, me temblaban las manos, los dientes estaban más comprimidos que nunca y respiraba con una profundidad casi jadeante. En medio de una escena ambientada solamente por un patio, la lluvia, las ciénagas, pedazos arrojados alrededor, mis músculos congelados por el frío ya no soportaron más y me arrojé al piso mientras el agua me lavaba la cara, sus asquerosos trozos inertes flotando sobre los charcos quedaron a mi lado.

Tuve que matarlas, tuve que culparlas a ellas porque no había nadie más. Y luego recé porque no lloviera más.


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© Miércoles de Ceniza, 2007. Sucre - Bolivia